La familia de S. Francisco de Xabier

Autores: Campión Jaime Bon, Arturo

Títulos: La familia de S. Francisco de Xabier: conferencia leída en el Teatro Gayarre el domingo 30 de abril de 1922
Materia: Francisco Javier, Santo / Yatsu (Familia)
Editores: Imprenta y Librería de García, Pamplona, 1922

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LA FAMILIA
DE

S. FRANCISCO DE XABIER

Conferencia leída en el Teatro Gayarre
el domingo 30 de abril de 1922

POR

D. ARTURO CAMPIÓN

(EDICIÓN ESPECIAL COSTEADA POR ALGUNOS AMIGOS DEL AUTOR)

PAMPLONA
IMPRENTA Y LIBRERÍA DE GARCÍA
Estafeta, núm. 31
1922

I

EXCMO. SR., SEÑORAS, SEÑORES:

El tema de mi conferencia “La familia de San Francisco de Xabier”, si le comparo a otros que son parte del mismo ciclo, me trae a la memoria las palabras del Salvador a Marta: “María ha escogido la mejor parte.” Y esto también es verdad ahora. Otros señores conferenciantes os han hablado, y os hablarán, del Santo, subieron y subirán a las altas cimas de la gracia y de las virtudes cristianas, yo, de menores alientos, no me determino a salirme de las vías, por mí más trilladas, de la historia civil, y me acomodo a que los hombres de Dios, los señores obispos, los señores sacerdotes, os hablen de las cosas de Dios, con la autoridad, la sabiduría de la unción y el celo apostólicos que les son propios. Mas, aun establecida amplia separación entre las personas y los temas de ellas, y la mía y el mío, pienso que el sujeto de esta conferencia, a título de adición siquiera, no desdice ni se despega de los demás: que el niño en el seno de la familia nace, y de ella, en bien o en mal, recibe influencias eficientísimas que con trabajo se borran. Esta regla común, en virtud de la libertad moral, cuenta excepciones, pero este no es el caso de nuestro Santo, cuya familia, escuela abierta de enseñanzas cristianas, las vió multiplicarse maravillosamente en el corazón de su Francisco, a más del uno a ciento de la tierra fértil del Evangelio. Además de este motivo principal para hablar de ella, me dolía que la curiosidad pública no fuese enfocada directamente sobre ella, pues siendo tan deslumbradores los raudales de luz que boran de la persona de San Francisco, ésta se llevaría las miradas absortas de todos, y la familia permanecería entre sombras, sin atraerse las miradas de nadie. No de otra suerte que cuando contempláis un árbol centenario, tendida al aire la umbrosa copa frondosa y llena de embelesados pajarillos, no se os ocurre bajar la vista y mirar la tierra negra que le sostiene, las serpeteantes raíces que le nutren y las humildes florecillas que le aromatizan el ambiente. Por si se cometiere con esa preterición cierta injusticia, yo intento repararla, y os ruego que me prestéis vuestra más generosa benevolencia.

San Francisco de Xabier o, más correctamente dicho, de Etxaberri, es, por su linaje, basko, y por su nacionalidad, nabarro. Esto es tan claro, patente y notorio, que no habría necesidad de mentarlo, si el apasionamiento, por motivos laudables, en suma, no hubiese pretendido enturbiar las aguas, en esta ocasión cristalinas, de la historia. A Francisco le sucede lo que a otros muchos varones insignes: que las naciones se disputan su cuna. Francia dice: el linaje de Jasso, castellanización de Yatsu, proviene de Yatsu, aldehuela del país de Mixa, situada en la Baja-Nabarra, que siempre fue tierra francesa, luego el linaje de San Francisco es francés. España, por su parte, alega: el Santo nació en Jabier, lugar situado en España, luego el Santo es español. La disputa se eterniza, y corre, irrestañable, la tinta. Y ocurre que, no teniendo razón ninguno de los contendientes, la tienen los dos si admitimos su punto de mira sofístico. La cuestión en que aun no hace muchos años se enzarzaban revistas y boletines de Madrid y París había asomado la cabeza en la época de la beatificación, y las contrapuestas pretensiones tuvieron abogados dentro de la Sagrada Congregación de Ritos. Entonces disputaban sobre si la leyenda del Breviario, después del nombre de Francisco, llevaría la mención de hispanus “español”, o la de navarrus “navarro”. Al fin escribieron navarrus. Pero lejos de aquietarse con esa determinación los hispanistas avivaron el fuego de sus pretensiones. El año 1663, un aragonés anónimo envió cierta memoria al Padre General Oliva, exhortándole a procurar que en las lecciones de la leyenda pusiesen de natione hispanus. El seudo paisano de San Francisco adujo una razón muy liviana: “porque el Rey Cristianísimo –decía- se intitula Ray de Nabarra, algunos quieren ahora hacerle francés al Santo”. El anónimo prohijaba diversos letreros: de natione hipanus, hispanicae nationis, nobili stirpe in Hispania, etc.

Roma, solicitada en sentido contrario por dos poderosas naciones implacablemente rivales, rechazó todas esas fórmulas y acudió al repertorio de las prudentes habilidades italianas, echando dos paletadas al asunto, una con más cal que arena y otra con más arena que cal, pero sin transigir con el hispanus. El Breviario dijo: Franciscus in Xaverio, diocesis Pampilonensis, nobilibus parenteibus natus, “Francisco, hijo de padres nobles, nacido en Javier, de la diócesis de Pamplona.” La Bula de canonización: Natus erat insignis hic Dei servus, Navarrae in oppido Xaverio, Pampilonensis dioecesis, “este insigne siervo de Dios había nacido en el castillo de Xavier de Navarra, diócesis de Pamplona”. Así franceses y españoles podían seguir con la suya, pues cabe nacer en Xabier de Nabarra, diócesis de Pamplona, y ser alemán de nación, por ejemplo. La demarcación diocesal no nacionaliza ni desnacionaliza. Durante varios siglos, extensa parte de Gipuzkoa estuvo adscripta al Obispado de Bayona, no obstante, Gipuzkoa seguía el pendón y señorío del Rey de Castilla. La Nabarra de hoy está distribuída en seis diócesis, no obstante, sigue siendo Nabarra.

El razonamiento de los españoles y de los franceses está viciado por un error de hecho y por un sofisma cronológico. El error: que Francia y España poseen unidad étnica. La verdad es otra: son meros conglomerados de razas y pueblos diferentes debajo de cierta razón social. Una de las razas aludidas es la baska, que por caminos más o menos largos y ásperos entró al fin en la unidad española y en la francesa. El sofisma cronológico: suponer que ayer es hoy. Francisco de Xabier nació el 9 de abril de 1506, a la sazón que la aldea de Yatsu no pertenecía a Francia, ni el castillo de Xabier a España: ambos pertenecían a Nabarra, reino y nación absolutamente independientes entonces, con reyes, tribunales, cortes, leyes, fueros, ejército, diplomacia, administración, monedas, pesos y medidas, idioma, usos y costumbres suyos. Repito mi frase de antes: Francisco de Xabier es basko de linaje y lengua, y nabarro de nación. Y en Nabarra le retendremos a despecho de tirios y troyanos, y no depondremos nuestra postura defensiva; pero entonces, sí, la depondremos con toda veneración, sino en los casos que nos digan: “Francisco de Xabier pertenece a una comunidad más alta que las patrias terrenas, Francisco de Xabier pertenece a la catolicidad.” Y si non, non.

San Francisco fue hijo del doctor D. Juan de Yatsu. No llevó el apellido paterno, sino el de Xabier, nombre de Señorío que comunicó a la familia su más ilustre significación. Los Yatsu eran gente antigua, no principal, ni mucho menos en los más remotos años adonde llegan nuestras miradas: de la condición de infanzones e hijodalgos de la tierra de Zisa (Garazi), afirmaba Arnal Peritz de Yatsu en su contienda judicial con el conde de Foix, pero el conde le rebajaba la categoría, calificándolos de “francos e infanzones labradores”. En el siglo XV eran ya personas de calidad. El siglo XIV salieron de su humilde aldea, de quince casas, perdida entre montes y florestas, donde nadie podía engrandecerse, y se fueron a morar en San Juan de Ultrapuertos, teatro de su florecimiento, y más tarde, a Pamplona. Al apellido le conservaban cariño y no le desdeñaban: bien lo demuestra el testamento de Guillerma de Atondo, abuela de San Francisco, la cual dispuso que perdiese los bienes del mayorazgo el descendiente de hija que no lo tomase. El Santo se apellidó Jasso en su contestación a un interrogatorio, dada en París el 13 de febrero de 1531: “Me llamo Francisco de Jasso.” Los registros de la Universidad parisiense marcaron su nacionalidad, no con los apelativos de francés o español, ni aun de nabarro, sino con el de cantaber. Lo cual demuestra, dada la terminología científica de la época, que él dijo ser basko.

La familia de Yatsu se encumbró pausadamente, alcanzando los honores en proporción a los méritos, pasos por pasos contados, no con las alas del favoritismo escandaloso. Su sano tronco montañés ramificóse en las ilustres familias de los Atondo, Azpilikueta, Galdiano Ezpeleta de Beyre, Cruzat, Echauz vizcondes de Baigorri, Ayanz señores de Guenduláin, Idiakez, duques de Granada de Ega y otras. Aplicóse a lo que hoy llamaríamos carreras del Estado, a empleos administrativos y judiciales. El padre del Santo fue Doctor en Decretos, hombre de toga. Hasta lo último, la línea paterna no contó militares. Creció a la sombra del poder real, así adquirió acendrados sentimientos monárquicos, contrarios a toda rebelión, aunque la tiñese color jurídico, como la del Príncipe de Viana. Fue familia dilatadísima, y andando el tiempo la multiplicó la vanidad hasta un número portentoso. Todos los nabarros, después de la beatificación, eran o querían ser agnados o cognados del Santo. El genio cáustico del pueblo inventó una frase para burlarse de las presunciones nobiliarias sin fuste: “esos –decía comentando ciertas ínfulas- son parientes de los parientes de San Francisco Xabier”. No penséis que voy a hablaros ni aun de la familia próxima entera. La materia os fatigaría por su extensión, y a menudo por su aridez. Entresacaré las figuras más interesantes, no sin advertiros de antemano que entre ellas ganan casi siempre la palma las mujeres, por sus prendas morales y sensitivas, y las del pueblo bajo, sin disputa, por las intelectuales, descuellen sobre los hombres. Varias mujeres del linaje de San Francisco son realmente admirables.

Los primeros retratos, mejor dicho, bocetos de retrato que voy a colgar en la galería, son los de los abuelos de S. Francisco: Arnalt Peritz de Yatsu y su esposa D.ª Guillerma de Atondo. El padre de ésta, D. Juan, Señor de Idozin, Oidor de la Cámara de Comptos, es personaje histórico. Un privilegio del rey D. Juan II le otorgó la honra de incorporar en el cuarto principal del escudo un cuarto de las armas reales de Nabarra, o sea las gloriosísimas cadenas. A esta merced dice relación un episodio muy dramático de la historia de Pamplona, del cual conocemos dos versiones, beaumontesa la una y agramontesa la otra. Expondré el caso escuetamente. El año 1471 Pamplona se había sublevado. Dentro de sus muros, reunidos el Conde de Lerín y los principales caudillos beaumonteses, mantenían cerradas las puertas de la ciudad, sin darle acogimiento, a la princesa D.ª Leonor de Foix, reina, a la sazón, legítima de Nabarra, la cual, por respeto o por temor a su terrible padre D. Juan II de Aragón, no lucía aun ese título, sino el de Lugarteniente general del Reino. Don Juan de Atondo, D. Miguel de Ollakarizketa y otros agramonteses tramaron el abrir de noche la puerta de la Zapatería, y franqueársela a la Princesa y sus parciales. El Regidor cabo de la población Miguel de Ugarra, que tenía la llave, prometió abrirla. “El egregio, noble é bien amado nuestro D. Pedro de Nabarra, mariscal “ (así le loa textualmente el privilegio del Rey), aceptó acaudillar la arriesgada empresa. La noche convenida se prsentó al Mariscal delante de la puerta: porque tardaba Ugarra, impacientáronse los caballeros y comenzaron a descerrajarla y romperla. Acertó a pasar un muchacho hornero, oyó el estrépito, y dio la voz de alarma. Abierta ya la puerta por Ugarra, entraron los agramonteses, pero antes de que tomasen los lugares y prevenciones convenientes, cayó sobre ellos gran multitud de contrarios, a quienes capitaneaba D. Felipe de Beaumont, hermano del Conde de Lerín. Mataron al Mariscal y los suyos, cayó prisionero su hijo don Felipe, destinado a morir años después a manos del mismo Conde de Lerín. Juan de Atondo logró escapar. Llamóse de la Traición la puerta, otros la denominaron de la Lealtad. Así son las guerras civiles: que hasta la significación de los vocablos mudan. Juan de Atondo recibió la merced sobredicha, y la de ciento veinte florines anuales de oro, en oro.

Su hija D.ª Guillerma no pertenece a la historia: pertenece a la familia, a la casa, cuyo espíritu tradicionalista encarna. Es la etxeko-andre de nuestras montañas. Reina de su hogar; reina, sí, para poseer los medios de dirigir a los hijs y a los criados y de atender a su marido. La primera que se levanta, la última que se acuesta. Piadosa, grave, vigilante, frugal para sí misma, ubérrima para los forasteros. Parca en la expresión de los afectos internos, recluidos en la entraña más profunda del ser, acúsala, sin razón, su impasibilidad aparente, de poco idealista y de menos sensible. Poblada su imaginación del recuerdo de los muertos y su memoria del cuidado de los vivos. Su instrumento de dominación es el buen ejemplo, que labora sobre los que la rodean, cual la gota de continuo cayente horada la piedra. Al contemplarla, acuden sin quererlo a nuestros labios las palabras de señorío, de mando, de imperio, como cuando nos las habemos con personas soberanas. Las hembras de su temple son de veras soberanas de un reducidísimo estado, de la casa ancestral que heredaron de sus mayores y trasmitirán a sus descendientes; pero robustecida y hermoseada, no para que sea vivienda de inquilinos volanderos, sino altar del culto doméstico y fortaleza de la dignidad personal y de la buena hombría, asimismo hereditarias, y raíz de la familia estable que edifica sus moradas con piedras de la cantera de Pedro y con árboles del Calvario.

La obra de Guillerma nos la manifiestan principalmente su testamento (10 de noviembre de 1490) y la unidad espiritual de su descendencia. Extractaré algunas cláusutas: «el mi cuerpo sea sepellido en la yglesia del Señor Santiago de los ffrayres predicadores de Pomplona, con el ábito de Santo Domingo».-«Item, ordeno, quiero é mando que mi enterrorio, novena y cabodaño, con sus offrendas de pan, torchas, cirios, candelas de cera, sean fechos onestamente, sin pompa demasiada, segun se face por semejantes de mi en la Ciudat de Pomplona…»-«Otrossi, ordeno é mando quel día de mi enterrorio sean bestidos doze pobres, y estos con doze torchas ayan de acompañar mi cuerpo a la sepultura, por tal que rueguen á Dios por mi ánima.» Además de otras mandas piadosas ordena que en San Nicolás de Pomplona «donde son sepellidos mis agüelos, hermanos, hermanas, tíos é otros parientes» se cante un aniversario y despues los clérigos bendigan las fuesas». Otrossi, ordena que en la iglesia de San Sebastián «sea cantado un trentenario por las ánimas de mis antepasados, é por la de mi marido, fijos y mia, y por aquellos por quien soy tuvida de rogar». Deja mandas a sus criados y criadas, mozos y mozas de soldada, ya varios parientes; enumera a sus hijos e hijas: el doctor Juan de Jatsu, Pedro, María, Cathalina, Juana y Margarita; instituye en la legítima foral a sus herederos (a cada uno un «arienço» de viña por los bienes raíces y cien sueldos carlines por los muebles). Funda dos mayorazgos; el primero a favor del primogénito Juan, vinculando el palacio de Idozin y otros muchos bienes: el segundo a favor de Pedro, vinculando los palacios de Sagüés y Gazólaz, y otras haciendas y rentas; señala porciones hereditarias a las hijas, y echa el sello a su construcción aristocrática, nobiliaria y conservadora, con la siguiente cláusula, espejo de su altísima mente: «Otrossi, ordeno, quiero é mando qúel dicho Pedro de Jassu, mi fijo, en sus días, y los fijos descendientes suyos que en los tiempos a venir heredarán la dicha casa é mayorío, ayan siempre de acatar é guardar la honra á la casa principal y á los señóres que de ella serán… como á pariente mayor y como á descendientes de aquella casa…; y assy mismo el dicho doctor (D. Juan) en su tiempo y sus herederos cada uno en el suyo miren é tracten como á fijo de la casa á los señores que serán herederos de la casa: del dicho Pedro de Jassu; por tal que todos, conformes en deuda y amor, serán más estimados y honrados y las casas duren más mirando y faciendo unos por otros, como hermanos descendientes de un padre y de una casa».

Este es el espíritu de la familia nabarra estable que ha llegado hasta nuestros días, resistiendo, sin descuajarse, los embates de ¡nvasiones y guerras civiles, largas y cruentas como pocas, sin que nunca las convulsiones históricas hayan sido seguidas de nefarias convulsiones sociales, de Communnes parisienses y de soviets moscovitas. Saludémosla con respeto, con veneración, ahora que ha de luchar contra el vil materialismo reinante, más desorganizador mil veces que aquellas guerras y aquellas invasiones.

Arnalt Peritz de Yatsu moraba en Pamplona. Aquí se casó con Dª Guillerma. Fué servidor excelente del Príncipe de Viana, pero no le siguió en su lucha contra don Juan II, a pesar de que príncipe y súbdito estaban unidos por lazos de mutuo afecto. El año 1447 el Príncipe le nombró Maestre de la Cámara de Comptos y Cambradineros, o Contador Mayor de su casa. El año 1454 desempeñaba los oficios de Auditor de Comptos Reales y Maestre de las Finanzas, oficio en el cual había sucedido a su suegro D. Juan de Atondo, desligado ya enteramente del Príncipe de Viana. Asistió como Diputado a las Cortes generales que el Rey celebró en su palacio de Tafalla, año 1462. Cuando Pamplona, donde Arnalt y su esposa vivían «á estilo de caballeros», alzó pendones por el príncipe D. Carlos, Arnalt salió de la ciudad en pos del testarudo Rey padre. Las casas, bienes raíces y muebles que poseía en la ciudad le fueron confiscados y adjudicados a quien le plugo al Príncipe, según declaró en un diploma el rey Juan, al loar y recompensar la lealtad y obediencia de D. Arnalt.

Siendo personas de tanto viso D. Arnalt y Dª Guillerma, es natural que quisieran y pudieran dar a su hijo primogénito una educación esmerada que le abriese las puertas de las más ilustres cámaras. D. Juan llegó a Presidente del Real Consejo de Nabarra, muy escuchado de sus reyes y embajador suyo en asuntos de importancia y dificultad sumas. Era de inteligencia despejada, de voluntad firme, de corazón lealísimo, inmune a la traición beaumontesa, devoto fervoroso, inclinado al estudio puro de la ciencia histórica, celador enérgico de sus derechos, prerrogativas y dignidad personales.

Siguió la carrera de Leyes. La Universidad de Bolonia le graduó de Doctor en Decretos el 16 de noviembre de 1470. Autorizaron la solemnidad de la Catedral varios personajes de cuenta: el Obispo de Rieux, San Pedro de Arbués, famoso Inquisidor, y el Infante D. Pedro de Foix, que alcanzó las dignidades de Cardenal y de Virrey de Nabarra.

Casó D. Juan con Dª María de Azpilikueta, de clara prosapia baztanesa, Señora de Azpilikueta y de Xabier, descendiente, por la línea materna, de los Aznar de Sada, cuyo origen haya de buscarse, tal vez en los condes de Aragón, emparentados con los monarcas pirenaicos. En 10 de Marzo de 1472, D. Gastón de Foix y Dª Leonor, Tenientes generales del Reino, nombraron al Doctor Maestre de Finanzas, el 1 de febrero de 1476 calificó el Rey al Doctor de «egregio, fiel y bien amado servidor,
Alcalde de la Corte Mayor y Maestre de Finanzas». El 18 de junio de 1478, el mismo Rey declara que el Doctor sirvió con intensa fidelidad, y por recompensarle, le otorga la jurisdicción civil (media y baja) y la merced de todos los derechos de la Corona en Idozin. El Concejo y los vecinos se resistieron al ejercicio de los derechos señoriales, y surgieron largas y agrias desavenencias que duraron hasta la muerte de D. Juan, y después se recrudecieron cuando, por efecto de la conquista de. Nabarra, los Señores de Xabier habían venido muy a menos. En 1503 los Jurados y el Concejo de Idozin incoaron pleito, extremadamente curioso: parece un pleito moderno de señorío, fruto de la legislación revolucionaria. A los de Idozin les
azuzaban los beaumonteses, enemigos del Doctor. Así se explica que en su demanda se propasasen a decirle: «tanto nos fatigó por pleitos, como hombre que tenía mano en la justicia». Dolióle mucho la imputación al Doctor, y el 15 de marzo de 1503 propuso su demanda de Injurias, imputando la del Concejo y Jurados a inducción del «espíritu maligno… con ánimo é propósito de denigrar mi buena fama é reputacion é de me infamar». Tratólos altaneramente, afirmando sin rebozo que siempre habían vivido sujetos a señores, «seyendo ellos mis collazos (villanos pecheros) é labradores, sobre los quales tengo jurisdicción, servitud, penas e calonias (multas), drechos é deberes que los señores tienen sobre sus collazos y labradores». Ganó el pleito el 20 de diciembre del año 1508. Quedó en la comarca memoria de que cuando el Doctor, en virtud de la sentencia, se presentó en Idozin a que le reconociesen por señor (25 de enero de 1512) ya practicar el apeo y visita de las mugas del término, iba montado.en su mula con séquito de hombres de armas y rodeado de los vecinos, y que ponía el pie sobre cada mojón, diciendo: «esta es una muga de mi hacienda de Idozin».

En enero de 1494, al ser coronados y jurados los últimos reyes legítimos de Nabarra, el doctor D. Juan de Yatsu, ejerciendo funciones del Canciller ausente, tomó el juramento de fidelidad a los tres Estados. El año de 1511 concurrió a las Cortes de Tudela; dicen que presentó beneficiosas reformas proporcionadas a la administración pública y puso mano en el amejoramiento de(Fuero General propuesto por dichos monarcas a las mismas Cortes. Invadida arteramente Nabarra, el año 1512, acompañó a sus desdichados reyes hasta el Bearne, en compañía del mariscal D. Pedro de Nabarra, del condestable D. Alonso de Peralta y de muchos leales caballeros. Murió el 16 de octubre de 1515. Dejó tres hijos: Miguel (señor de Xabier), Juan de Azpilikueta (el capitán), Francisco (el Santo) y tres hijas: Madalena, Violante y Ana.

Qyedaría sumamente imperfecto el esbozo del insigne Doctor si no añadiese las cuatro palabras que me consiente la duración avara de una conferencia, acerca del historiador y del diplomático. Escribió cierta «Relación de la descendencia de los Reyes de Nábarra» etc. No ha llegado íntegra a nosotros: falta la parte más interesante de ese epítome, la contemporánea del autor. Sólo hace a mi propósito transcribir el párrafo que el Doctor consagró al Príncipe de Viana, porque nos descubre su hostil sentimiento agramontés, sobria, pero severamente expresado: «y este Príncipe D. Carlos -escribe- puso mucha disension en el Reyno, porque queria heredar en vida a su padre, y asi se hizo el Reino a dos partes, que el linaje de Beaumonte con sus amigos y parientes ayudaron al. Principe D. Carlos, y la otra mitad del Reyno tuvo con su padre, y allende de esto (¡cuánta intención vituperatoria en ese «allende»!) fué á demandar gente al Rey de Castilla, y despues fué á casa del Conde de Aro, porque le ayudase de gente para tomar el Reyno, desposose con su hija y ansi vino con la gente que pudo á Nabarra, y con quoantos pudo haber fuese ad Aibar, y diole ai la batalla y fué vencido, y tomole su padre preso á él, y á otros muchos, y tambien á su esposa, y murió sin hijos» (legítimos, añadió el P. Fita, comentando el pasaje). Al Doctor, testigo presencial y mártir de la cainesca contienda, causa de la conquista de Nabarra, no se le puede pedir razonablemente la imparcialidad de confesar que el derecho escrito sostenía la postura del infélicísimo Príncipe.

En ocasiones desempeñó el doctor Yatsu oficios diplomáticos. Y es la primera el año 1494. Por aquellos días se orientó la política internacional de nuestros monarcas a la alianza castellana y se concertaron los tratados de Pamplona y Medina del Campo. La base de ellos era el casamiento de la princesa Ana, primogénita de los Reyes de Nabarra, con el príncipe D. Juan, heredero de la Corona de Castilla, y si a aquéllos les nacía hijo varón, el casamiento de éste con alguna de las hijas o parientes de los Reyes Católicos. El Doctor Yatsu dejó en la Corte de Castilla el grato recuerdo que merecían sus dotes de negociador y su sagaz patriotismo. Bien lo demuestra el caso de que los Reyes Católicos concedieran; en mayo de 1504, la gracia de recibir por paje a un hijo de D.Juan, señalándole 9.200 maravedís de ración. Los hijos de don Juan no llegaron a servir a dichos Reyes. Sirvió a la Reina Católica, en cambio, Madalena de Yatsu. El segundo encargo diptomático del Doctor Yatsu, año 1507, se enderezaba a conseguir que Luis XII, emperrado en confiscar los Estados de Bearne y en patrocinar los quiméricos derechos al trono nabarro de su sobrino Gastón de Foix, duque de Nemours, próximo pariente de la reina Catalina (primo carnal), se apartase de tan aviesa potítica. La tercera vez, año 1510, negoció un tratado de alianza entre el Señorío de Bearne y el Reino de Nabarra, para defenderse mutuamente del Rey de Francia, que ahora pretendía dividir la corona pirenaica según la línea divisoria de los puertos secos, y otorgar, por sorteo, una de las partes al ambicioso Gastón, futuro héroe montañés, vencedor de los españotes en Ravena. La última negociación, año 1512, fué la más acongojadora: el rey Fernando exigía que Nabarra violase su neutralidad en beneficio de él, dando paso a las tropas que habían de atacar a Francia. Es el caso de Bélgica en la guerra mundial. Las negociaciones se rompieron con estas amenazadoras palabras del inicuo aragonés: «tomaré de fuerza lo que me niegan de buen grado». Así lo hizo, pasados pocos días. Antes maquinaba el raposo, ahora aullaba el lobo. Ya tenía el Doctor Yatsu abierta en el pecho la llaga que le afligió sus postrimeros días.

Madalena de Yatsu es un alma de Dios, una de esas almas que viven en la tierra como desterradas del cielo. Es como el rosado alboreo misterioso de la santidad de
su hermano Francísco. Corporalmente hermosa, dama de la Reina Católica, la Corte de Castilla le ofrece sus más fragantes flores. Madalena, inflamada en el ansia santísima de las tribulaciones, se aparta del mundo y profesa en el convento de Clarisas Descalzas de Gandía, donde su recto juicio, la amabilidad de su genio, el fervor de sus virtudes, le granjean la dignidad de Abadesa. De ella se sirvió Dios para retener a Francisco en París, teatro de su futura vocación. Miguel, el mayorazgo, por falta de hacienda resuelve que su hermanico interrumpa los estudios y retorne a Xabier. «No hagáis tal -escribe, con la pluma de los profetas, Madalena- estoy cierta de que mi hermano Francisco será gran servidor de Dios y una de las columnas de su Iglesia.» Ella, en su convento, practica las más insignes virtudes de su estado y las comunes de la mujer: afabilidad, benignidad, humildad, caridad. Aunque enflaquecida por las austeridades, y de cuerpo bastante pequeño, mientras se lo consintieron otras obligaciones, lavó la ropa blanca de las enfermas, y diariamente, con gran fatiga, seis o siete pesados hábitos de lana. Hablaba quedamente y poco; repetía sin cesar el Gloría Patrí; meditaba diariamente los misterios de la Pasión; rezaba desde las doce de la noche a las seis de la mañana. Dios la confortaba en sus abatimientos, tristezas y extremados escrúpulos. Tuvo un sueño: a lo lejos de delicioso jardín veíase al Salvador, resplandeciente, sobre una colina de fragosísima cuesta. Pugnaba Madalena por acercarse al Amado, gastando inútiles esfuerzos. Se le acercó un joven gentil (Angel en figura humana) y la tomó de la mano. No obstante, ella proseguía cayéndose, y entre sí decía: «con estas caídas no llegaré jamás». El Angel la miró, y contestó: «cayéndose y levantándose, se llega al cielo». Tuvo, además, esta revelación: que ella moriría tranquila, y otra hérmana, junto a ella, padeciendo horrendos dolores. Pidió al Señor que se trocasen los morires, y le concedió esa gracia. Cuando llegó la hora (20 de enero de 1533), la muerte de la otra monja fué suave dormir; la de Sor Madalena, experimentar los tormentos del potro, o la hoguera, en cada una de las partes de su cuerpo. Con heroico esfuerzo mantuvo la serenidad de su rostro; pero, después de muerta, vieron que se había mordido la lengua por no gritar. La despedazada lengua de Madalena canta hoy las alabanzas del Señor, en el cielo, con timbre más purísimo que el del oro.

La otra mujer de quien quiero hablaros es Margarita, señora de Olloki, tía carnal de San Francisco. Esta es la mujer de mundo: no digo mundana. Del mismo natío de Marta, que se afanaba por la casa de Lázaro. Muy hija de su madre Dª Guillerma. Insistente, enérgica, aguda, y con todo ello, dúctil. Se había empeñado en trasmitir el mayorazgo a su nieto. Las circunstancias que la rodeaban le eran adversas. Vedlas. Conquistada Nabarra por los españoles, Margarita era miembro de una familia empobrecida, privada de su valimiento, sospechosa a la monarquía intrusa, aborrecible por su ejemplar lealtad a los rebeldes beaumonteses vencedores. Cualquiera mujer de menores prendas habría sucumbido. Sus hijos Remón y Juan pertenecen al grupo exiguo de los absolutamente irreconciliables que nunca quisieron aceptar la conquista. Están condenados a muerte y a la confiscación de bienes. Juan se naturaliza francés y sirve en el ejército de Francisco I, en cuyas filas asciende al grado de Maestre de Campo. Sus bienes fueron donados por el Rey de España al capitán baztanés Gracián de Ripalda, Señor de la casa de Bieta, beaumontés. Había contraído Juan matrimonio con María Bautista de Miranda, de la que tuvo cuatro hijos: Juan, Miguel, María y Juana. No sabemos cómo Margarita de Yatsu evitó la confiscación de bienes o logró su restitución. Muchos años después, en una información del año 1569, dos testigos confesaban su ignorancia: «á pesar de la confiscacion del palacio y hacienda de Olloki, -declaraban- Margarita continuó viviendo allí con sus hijos; no sabemos qué conciertos habrian celebrado con S. M.» El Duque de Alba había hecho merced del palacio y hacienda de Olloki a un tal Andrés de Barrionuevo. Este quiere tomar posesión de los bienes el 23 de diciembre de 1523, por mano de alguacil. Dª Margarita, enérgicamente, se tiene por agraviada, pide adiamiento (plazo para comparecer en juicio) y declara que los bienes no son de su hijo Remón, el condenado a muerte, sino suyos propios. El alguacil, chasqueado, se vuelve por donde vino, llevándose consigo las esperanzas del Barrionuevo y la generosidad del Serenísimo Sr. Duque, conquistador de Nabarra.

Continuó habitando en el palacio sito en Olloki, aldea de cinco casas, cuidando de la hacienda, acompañada de sus nietos Juanico y Miguelico. Vestal del culto doméstico, nombró heredero al mayor de ellos, no sin obstinada oposición de su hijo Francisco, que pugnaba por lanzar del palacio a su madre y a sus hermanas Ana y Elena, generosas y sumisas auxiliares de la madre. Margarita llevó al cabo sus propósitos: el 18 de marzo de 1538, Miguel y Valentín de Yatsu, nombrados tutores por ella, tomaron posesión del palacio de Olloki, en nombre del heredero=mayorazgo, debajo del pacto que la abuela proseguiría siendo, durante su vida, dueña y mayora de los bienes. Cierto día turbóse impensadamente la paz restablecida del palacio. A mediados de agosto de 1544, dos elegantes muchachas se apearon de sus mulas delante del zaguán: traían consigo algún cofre lleno de plumas, sedas, armas doradas, joyas y mil fruslerías de lujo. Eran las nietas María y Juana, criadas en Francia junto a su padre el militar aventurero, probablemente sirviendo a alguna ilustre dama de la corte del rey Enrique II de Nabarra o de Francisco I de Francia. Figuraos los sentimientos que unos y otros experimentarían, supuesta la diversidad de gustos, hábitos, educación e inclinaciones: el parque de Chenonceaux y las selvas de Esteríbar expresan dos mundos totalmente diversos. El padre las enviaba temporalmente a Olloki, mientras él peleaba contra el Rey de Inglaterra en la campaña dé Boulogne. Margarita, rígida y sin anillos que se caen de los dedos, les cambió las ocupaciones cortesanas en quehaceres de una casa de labranza, harto más prosaicas. Nosotros solemos ver la sociedad antigua a través de la legislación nobiliaria, y nos formamos de ella una imagen falsa. Prácticamente, la vida era democrática. La diferencia de clases, menos mortificante que la de ahora, fundada sobre el dinero. Los señores moraban en sus modestos palacios, Con toda llaneza, en medio de sus labradores, a quienes conocían y trataban personalmente, no como hoy, sólo por medio de la cuenta del administrador. El señor podría ser un tirano, pero también un padre y un amigo. He dicho que vivían llanamente: nos quedan muchas memorias preciosas de ello. Por
ejemplo, a la Vizcondesa de Zo1ina, su hacedor Ramón Aznárez le daba cuenta todas las noches de las labores del día: cava, siéga, vendimia, layado, etc. Ella misma, asistida de su notario Juan de Beruete, instruía los procesos y los pleitos de la aldea, y los fallaba. Leonor e Isabel de Azpilikueta, en Tafalla, cuando las criadas iban a trabajar las viñas, barrían la cocina y los cuartos y ayudaban a amasar. El tío de esas señoritas, el inmortal Doctor Navarro, cuando fundó el mayorazgo de Barásoain, le récomendó al favorecido Miguel de Azpilikueta, su sobrino, que en las comidas de convite sólo sirviese vaca, carnero y carne de puerco; si el convidado era persona de mucho viso, añadiese un ave, fruta al principio, por abrir el apetito, y queso al postre, por cerrarlo. «No os olvidéis -añadía- y repetídselo a los vuestros con el ejemplo y la palabra, del antiguo refrán: «en casa bien gobernada, pan de sobra, carne, bastante; vino, que falte». Ni vos ni vuestras hijas llevéis seda en los trajes, ni aun en bordados ni en forros; usadla, si os place, para ornar una armadura o el arnés de un caballo.» Antaño la aristocracia estaba en las leyes; la democracia cristiana, en las costumbres: ogaño, la democracia, en las leyes y en universal envidia, la aristocracia, en los ricos y en las oligarquías políticas imperantes.

A ese régimen de sencillez y modestia sometió Dª Margarita de Olloki a sus casquivanas nietas, que le soportaron con no pequeño desabrimiento. La abuela murió el 21 de marzo de 1545; gracias a Dios, sin presenciar las graves disensiones de su familia, pero previéndolas: su hijo el capitán, el 25 de diciembre del mismo año, en Abbevjlle. María y Juana exhibieron el testamento de su padre, que distribuía la hacienda entre sus cuatro hijos, a partes iguales. El testamento era nulo por dos razones: primera, porque, incurso en el delito de lesa majestad y condenado a muerte, Juan de Olloki no podía testar, segunda, porque deshacía el mayorazgo, Pero la escritura fundacional de este había desaparecido cuando los aragoneses ocuparon y desbarataron el castillo de Xabier. Nulo y todo, valía para alentar a los díscolos. Ocurrieron muchas y graves desavenencias de familia. En declaración que prestó en pleito María de Olloki, afirmó que en el palacio las maltrataban su hermano Juan y sus tías Ana, y Elena, las cuales querían apoderarse de todos los bienes de la familia; que vivían pobremente, mal vestidas, descalzas, sujetas al trabajo. Descontemos la exageración probable; el sentido moral de la querellosa no parece limpio de máculas. Años después, María, casada con Lanzarote de Huarte, reclamó una porción mayor de bienes. El Vizconde de Zolina, heredero de los Yatsu de Xabier y tutor del heredero de Olloki, replicó: «Ha recibido más de lo que merece.» Margarita había atado tan perfectamente los cabos del asunto, y fué tan grande el tesón de sus abnegadas hijas Ana y Elena que el mayorazgo de Olloki se salvó de partición contra el viento y la marea contrarios. ¡Los muertos mandan! El espíritu de la abuela Guillerma flotaba sobre las olas!

Entre los santos, hombres de gobierno y mujeres de casa que ha producido la familia Yatsu había de haber soldados. Así lo pedían de consuno la índole de aquellos tiempos, trágicos para Nabarra, y la mentalidad de la clase nobiliaria de que los Xabier eran parte escogida. Y los hubo: soldados de la lealtad, del derecho que no perece, de la justicia que no se eclipsa; soldados de la legitimidad dinástica y de la independencia patria; soldados de la caballerosidad y del honor, cuyas cabezas rodea el nimbo del heroísmo vencido. Su nombre fulgura en las excepciones que estableció el insolente perdón de Carlos I (15 de diciembre de 1523): «eçeptando las personas siguientes: Miguel de Xaverri cuya diç que es Xavierre, é Johan de Azpilicueta, hermano de Miguel de Xavier, cuya diç que era Xavier, é Martin de Jaso é Juan de Jaso é Esteban de Jaso su hermano, Juan despilcueta é Juan, cuya diç que fue Ulloqui é Valentin de Jaso…» ¡Ocho condenados a muerte ya confiscación de bienes, en la familia de San Francisco; por el delito de fidelidad a Nabarra!

Miguel y Juan eran los hermanos mayores del Santo, Juan, su preferido. Moralmente se parecían mucho entre sí: hablar de Miguel es hablar de Juan, y viceversa. De Juan alaban la amabilidad del trato y la buena administración de su hacienda. Una frase suya nos descubre su temple militar: detestaba las justas de toros, «porque en ellas se aprende y acostumbra, en vez de atacar al enemigo, á escapar de él». La hoja de servicios de ellos es breve. Durante la invasión del Duque de Alba no sabemos dónde estuvieron, probablemente en Pamplona, y habrían acompañado a los Reyes cuando éstos, desconfiados de la ciudad beaumontesa, se retiraron al Bearne. El año 1521 los vemos en las filas del ejército francés restaurador, y atacan al castillo de Pamplona; concurren al sitio y retirada de Logroño, asisten a la desastrosa batalla de Noáin. Vencidos, pero nunca domados, únense a otros leales caballeros que sitian y asaltan la fortaleza de Amayur: en su torre del homenaje ondea, de nuevo, la roja bandera de las cadenas. Ahí van, a reñir el supremo combate, magnánímo. El virrey Duque de Miranda va reuniendo, con la hábitual flema española, la artillería formidable, dada la posibilidad de la época, que necesita para batir los muros. El 11 de julio pasan por las ventas de Arraiz nueve cañones pequeños y tres grandes, uno de estos arrastrado por cinco parejas de bueyes; otro por siete y el tercero por doce. El 18 de octubre llegan a Berrueta seis cañones del más grueso calibre entonces conocido y trece pequeños. Miguel trabaja sin reposo, dentro y fuera del castillo, organizando tropas de socorro, carteándose con el mariscal de Saint-Andre, gobernador de la Guiena y con los patriotas refugiados en el Bearn. D. Sancho de Yessa, su corresponsal, le compara a Escipión por la entereza de ánimo. A pesar de ello, una mísera cuestión de entrega o canje de prisioneros da pábulo a maledicencias. Miguel se queja a Saint-Andre con muy sentidas razones: «en recompensa de mis servicios por haberme acabado de destruir, sirviéndoles á mi costa, con esta pobre gente, y mientras me veo en los peligros y trabajos que sabe Vuestra Merced, ellos, prestan do el oído á informes falsos, á denuncias de bellacos, por toda recompensa destruyen mi honor». En julio de 1522, el virrey Conde de Miranda, capitaneando numerosas y lucidas tropas castellanas, rodeado de los más calificados traidores beaumonteses, ataca la fortaleza. Derruidas las murallas, consumidos los víveres,
exhaustas las municiones, capitula la guarnición. El 21 de julio enviaba la noticia D. Luis de Beaumont. Acerca del suceso, oigamos; a Garibay, escritor españolista, (Crónica de Navarra. lib. IV, cap. V): «Puso cerco nuestro virrey el Conde de Miranda a la fortaleza de Maya, y aunque los caballeros que digimos haber quedado en ella con D. Jaime Vélaz de Medrano hicieron tal resistencia que llenó de admiración al Virrey, fuéles preciso rendirse y entregarse, salvas las vidas, por prisioneros de guerra fueron traídos los nobles prisioneros al castillo de Pamplona, y entre ellos venía el padre del grande Francisco Javier (yerra aquí Garibay; no era el padre, sino el hermano), quien temiendo la última fatalidad se libró de ella saliendo disfrazado; y no fué, cierto, vano su recelo, pues a los catorce días de prisión murieron en ella D. Jaime Vélaz de Medrano y D. Luis su hijo, y no sin sospecha de veneno.» Hasta aquí Oaribay, Tres meses después de la capitulación aun seguía el Señor de Xabier preso en Pamplona, cargado de grillos. y cuando logró escapar no fue para ponerse en salvo, sino para correr nuevos peligros,
junto a su hermano Juan y a su primo Valentín de Yatsu, en la ciudad de Fuenterrabía, postrer baluarte de la independencia. No es verdad, señores, que esos leales y heroicos y constantes y fieles y vencidos caballeros, injustamente motejados de traídores, merecen el monumento que se les está erigiendo en Maya? ¿Traidores esos linajes a quienes, según testimonio del Doctor Navarro, el mismo rey Fernando loó, de haber hecho por Juan de Albret lo que los abuelos de ellos hicieron en beneficio de su padre Juan de Aragón? Hora es ya de que la Nabarra olvidadiza y descarriada que, gracias a la defensa de Amayur, ostenta hoy una página noble en el vergonzoso capítulo último de su historia nacional, pague la deuda de gratitud y admiración con ellos contraída.

Los acaecimientos políticos resonaban lúgubremente en el corazón de María de Azpilikueta. Dicha señora es la mujer dolorosa de la familia. Todo le falta a un tiempo:marido, hijos, protectores, riquezas… Parece como que el firmamento se desploma sobre su delicada y encanecida cabeza de viuda y madre. Cesa de percibir las pensiones reales, los réditos y los capitales de los préstamos hechos a los reyes, las rentas de las haciendas y las pechas señoriales. Tropas del Arzobispo de Zaragoza; hijo bastardo del rey Fernando, ocupan el castillo de Xabier y causan dentro daños graves, como la destrucción de documentos del Archivo. El usurpador, viviendo aun el doctor Juan de Yatsu, confisca el año 1515 las tierras que la casa poseía en Sos y Sangüesa, y en real cédula de 5 de abril declara cínicamente que la paz del país pide esa cesión de tierras. El año 1517, en cumplimiento de las órdenes brutales del Cardenal Cisneros, Regente de España, la fortaleza de Xabier es derruida y sus tierras asoladas, y si la demolición no comprende la casa-vivienda, es porque el virrey Duque de Nájera, más humano, interpreta benignamente la orden; al mismo tiempo las tropas españolas derruyen el palacio, casa y torre de Azpilikueta, y queman la borda contigua y asuelan las haciendas del lugar, arrancan las vigas y maderas de la casa de Pamplona y las emplean en la nueva fortificación: total, tres mil ducados de oro de perjuicios. El año 1520 algunos vecinos de Sangüesa se apoderan de tierras del palacio de Xabier, las roturan y prohiben a los ronkaleses detenerse en ellas para apacentar sus ganados, mediante el pago de una corta pecha. El mismo año los pecheros de ldozin renuevan los pleitos: tumultuariamente afirman que el palacio no es palacio, sino casa ordinaria. Durante muchos años, Miguel no se atreve a presentarse en la aldea, y un día, a su administrador Miguel de Azpilikueta le desafían en medio de la calle, diciéndole un vecino, después de tirar al suelo la caperuza y desenvainar el puñal: «si tienes barbas ven acá». El año 1521, hombres armados entran en el robledal de Xabier y la talan; otros roturan tierras. Por efecto de los capitulados de Fuenterrabía, el Consejo Real de Burgos decretó, el 29 de abril de 1524, que se pagasen a doña María de Azpilikueta las sumas que por indemnización reclamaba; pero, siete meses después, la administración intrusa, con mala fe propia de tramposos, la metió en la manigua de los procedimientos, exigiéndole que demostrase ser hija legítima de Martín de Azpilikueta y esposa legítima del Doctor Yatsu. Y tras de agraviarla así, le rebajaron a mil ducados el importe; y tras de agraviarla y disminuirle el haber, hicieron más todavía: no se la pagaron. Sólo el año 1550 Dª Isabel de Goñi, viuda de Miguel de Yatsu, cobró la indemnización, veintiún años después de muerta Dª María.

El hondo desconsuelo de la señora de Xabier nos la muestra un documento de índole tan fría e impersonal como es un recibo. Domingo de Beraiz, Regente de la Tesorería, le entrega unos dineros (15 de enero de 1517), y ella, al firmar el recibí, dejándose vencer de sus aflicciones, escribe: «La triste Maria de Azpilikueta.» Conmovedora confidencia, que es imposible leer sin lágrimas! Imaginémosnosla durante aquellos mortales años que corren desde la conquista de Nabarra hasta la capitulación de Fuenterrabía. Sola en el semiderruido palacio de Xab¡er, sin otra compañía Y amparo que su hijo más joven, Francisco; empobrecida por las confiscaciones y los desolamientos de las haciendas, destronados los reyes amigos, prepotentes los beaumonteses traidores; condenados a muerte los hijos primogénitos, en perpetuo vaivén su espíritu, desde las esperanzas de las tentativas libertadoras, a sus consecutivos fracasos: fracaso del rey Juan en 1512, fracaso del Mariscal de Nabarra en 1516, fracaso de Asparrot en 1521. Imaginaos sus incertidumbres y zozobras mientras la breve reconquista del Reino, mientras los largos sitios de Amayur y Fuenterrabía! Cuál será el destino de sus hijos Miguel y Juan? la difícil victoria? la muerte en el campo del honor? el tétrico destierro? el afrentoso patíbulo? Triste, sí, muy triste María de Azpilikueta! Nosotros, habiéndote conocido desacatada en cuanto señora, escarnecida en cuanto mujer, dolorosa en cuanto madre, angustiada en cuanto patriota, nosotros, .llenos de compasión, te decimos: «Andre María, tus lágrimas son nuestras lágrimas, y nos punzan el corazón tus espinas!»

***

Señores, no dudo de que estas noticias acerca de la familia de Yatsu, y otras que oísteis en conferencias anteriores, os habrán hecho formar el concepto de que los Yatsu fueron fervorosos católicos. Pues bien, ese concepto sería completamente erróneo si los reyes D. luan y D.a Catalina, a quienes los padres, hermanos, tíos, primos y otros parientes de San Francisco sirvieron 1ealmente, hubieran sido excomulgados nomínatím, efectiva y legítimamente, según afirman la mayoría de los historiadores aragoneses y castellanos. En esta hipótesis, dichos parientes habrían sido «excomulgados, anatematizados, malditos, fautores de cisma y herejía, reos de lesa divina majestad y de eterno suplicio», en la misma medida que los desdichados monarcas, según literalmente lo expresan las famosas Bulas.

A rechazar esta escandalosa pero lógica imputación, y a vindicar la buena fama de nuestros últimos reyes legítimos iba encaminada la segunda parte de mi conferencia. Omito su lectura. No quiero abusar de vuestra cortés atención, ni acaso de mis fuerzas. Podréis leerla cuando se publique impresa. Termino más brevemente, repitiendo el hermoso y profundo pensamiento del insigne jesuita Padre Cros, eximio investigador de las cosas del Santo y de su familia, y copiosa fuente de mi trabajo: «María de Azpilikueta y Francisco, su último hijo, hubieron de aceptar las consecuencias de actos deliberados y voluntarios delante de Dios, como los aceptaron Miguel de Yatsu, el capitán Juan y el capitán Valentín, su fe vió la mejor recompensa del deber: cumplido, y acaso, en los planes de la Providencia, la prosperidad disminuida de la familia fué condición necesaria de la santificación de Francisco.» (1)

1 Este es el texto de la Conferencia tal y como fué leído por su autor.
La primera parte, según la mente del Sr. Campión, terminaba después del retrato de Dª María de Azpilikueta, donde está la marca * * * del final añadido.
Los datos referentes a San Francisco y su familia están tomados de las publicaciones siguientes: P. L. Jos.-Marie Cros, S. J. «Saint François de Xavier. -Son pays, sa famille, sa vie.» Documents nouveaux (1re serie) Toulouse, Imp. et Lib. it. Loubens, 1894.- P. Fidel Fita; S. J. «El Doctor D. Juan de Jaso… Nuevos apuntes biográficos y documentos inéditos (Boletín de la Real Academia de la Historia) tomo XXIII, año 1893. -P. Juan Antonio Zugasti, S. J.: «La familia de Atondo y la genealogla de San Francisco de Javier.» Pamplona, Imp. y Lib. de García, 1920.
El señor Campión se ha abstenido de utilizar los datos que él, personalmente, o de otras fuentes, había reunido.

II

Señores, yo no dudo que estas noticias acerca de la familia de Yatsu, y las que oísteis en conferencias anteriores, os habrán hecho formar el concepto de que los Yatsu fueron fervorosos católicos, y asimismo pienso que la más liviana duda sobre ello os parecería escandalosa, y la rechazaríais instintivamente, puesto que jamás imaginar pudísteis que cupiera en la recta razón.

Pues cabe; no como duda sin substancia, sino debajo de la especie de afirmación categórica. Basta con que los reyes O. Juan y Dª Catalina hayan sido excomulgados nomínatim, efectiva y legítimamente, según sostienen los enemigos de Nabarra. En tal hipótesis, los padres, hermanos, tíos, primos y otros parientes próximos de San Francisco habrían sido «excomulgados, anatematizados, malditos, fautores de cisma y herejiá, reos de lesa y divina majestad y de eterno suplicio» , en la misma medida que los desdichados monarcas. Con esto de la excomunión sucede una cosa curiosa, delatadora de malicia: apenas ha producido los efectos polítícos que de ella esperan sus mantenedores; no vuelven a hablar de ella: parece que no fluyen de ahí efectos canónicos ulteriores aplicables a personas distintas de los reyes D. Juan y Dª Catalina, efectos extensivos que la Bula misma enumeró prolija y sañudamente, por impedir que los nabarros leales les siguiesen y defendiesen. Así el ladrón homicida arroja y esconde el arma del crimen, así Fernando sepultó en los archivos la dolosa Bula y las bulas legítimas de que sacó provecho. Y si nadie se ha atrevido a sustentar que la familia de San Francisco, e innumerables nabarros con ella, y aun ejércitos enteros incurrieron en excomunión, es porque no convenía atraer las miradas de la crítica sobre una monstruosa condenación que ni tocante a los Reyes ni a sus partidarios ha dejado rastros de sí en la historia, donde vemos que todos aquellos supuestos herejes, cismáticos y excomulgados vivieron y murieron dentro de la Iglesia, sin haberse reconciliado ni pedido perdón, como procedía.

Mas si faltaron intrepidez dialéctica y sinceridad para fulminar el cargo antedicho, este goza de robusta vida lógica dentro de cierta hipótesis, y yo he de destruírsela mirando por la honra confesional de los Yatsu, honra que, en cuanto hombre es la de nuestro incomparable Santo, coronación de una familia profunda, completa y sin interrupción católica.

Dicen los apologistas del rey Fernando que los monarcas de Nabarra fueron excomulgados por la bula Exigit contumaciam, Exigit contumacium, Exigit contumacia (de todas estas maneras la he visto citada; mas la lección exacta parece ser contumacium, según me lo afirma un docto religioso que posee la reproducción fotográfica de las primeras líneas del documento, y lo pide la corrección gramatical del texto), de Julio II, fecha 18 de febrero de 1512, año décimo de su Pontificado, en calidad de aliados del rey Luis XII de Francia. Esta aseveración necesariamente presupone que el Rey de Francia fué excomulgado nominatim antes de dicha fecha. El rey Fernando, en su manifiesto de fines de agosto de 1512, fué menos afirmativo que sus panegiristas: no menta la bula Exigit, pero claramente alude a la bula Pastor ille coefestis, fecha 21 de julio de 1512, año noveno del Pontificado, según lo demuestran las palabras que copio: «mayormente que se junta con esto la Bula de nuestro muy Santo Padre contra todos los que ayudaren al Rey de Francia e impidieren la ejecución de la empresa que Su Alteza y el Serenísimo Rey de Inglaterra hacen en favor de la Iglesia, aunque reyes, la cual bien y particularmente dirigida a los de Navarra (la Bula pone Cántabros) y a los Vascos…» La Pastor iffe no es bula de excomunión nominatim, sino monitorio o amonestación, que ni siquiera nombra a don Juan y Dª Catalina. Además, añadió D. Fernando, la capitulación «fecha por nuestro muy santo Padre y lós otros Príncipes de la Liga dice: que si acaesciere que alguno de los confederados tomase algo fuera de Italia de los que se opusieren contra la Liga, aquello pueda retener jure belli» , donde se ve un concierto de príncipes rapaces en que el Papa habría intervenido como príncipe temporal; desnudo del carácter sagrado de Pontífice y hasta del más modesto de capellán de los ligueros, autores todos ellos de hechos muy reprobables.

Antes de examinar brevemente el punto concreto de la bula Exigit os he de hacer observar, señores, que la participación del Papa en los asuntos del Reino pirenaico dimana de la lucha con que, en los campos italianos, preludiaron su enconada rivalidad España y Francia. Fernando V y Luis XII se disputaban la hegemonía sobre la hermosísima Península, y la posesión de extensos y ricos territorios. Junto a esos reyes se mueve un tercer personaje, el Papa, rival disimulado de ambos, y con mejor derecho en lo de la hegemonía, aunque tampoco estuviese puro de ambiciones territoriales menos merecedoras de loa.

El célebre Alzog (Hist. Univ. De la Iglesia, t. III,página 250) ha trazado de Julio II el siguiente retrato: «ambicioso y guerrero, únicamente pensaba en campañas y conquistas, los negocios de la Iglesia le ocupaban poco, la exención, la extensión de los Estados pontificios, y como consiguiente, la independencia de toda Italia, fueron el constante objeto de su vida.» En bien y en mal, ha de retocarse el retrato: Fué de genio violento y arrebatado, impulsivo, testarudo, de vasta inteligencia, vehemente, apasionado, indomable, aplicado y laborioso; a la vez, astuto y hábil como buen italiano; ambicioso, pero personalmente desinteresado. En el camino de su fin, no le distraían los escrúpulos. De hablar intemperante, no se recató de marcar su odio a los Borgias, llamando a su predecesor, Alejandro VI, «marrano de maldita memoria!» Observó mala conducta que le causó averías patológicas. Su elección estuvo manchada de simonía y pactos electorales. Sus contemporáneos le apellidaron fiero y terrible. (Pastor, Híst. des Papes-, t. VI, págs. 192-201.) Casi octogenario, en su campaña contra Alfonso de Este, aliado de los franceses, a quien excomulgó y depuso, se arriesgó a la nieve, y el fuego, dirigiendo las baterías contra la Mirandola, adonde se entró por la brecha, gritando: «Ferrara, Ferrara, cuerpo de Dios! no te escaparás!» (Cantú). Julio II falleció el 21 de febrero de 1512; al morir, exclamaba en su delirio: «No más franceses en Italia!»

Papa tan parcamente apostólíco en sus costumbres, vida, genio y empresas, fué grande por dos cualidades: su patriotismo italiano y el alto concepto que de la autoridad pontificia tenía, a la que robusteció extraordinariamente, arrollando las enormes dificultades que le suscitó la política de Luis XII. Visible designio de la Providencia, que sacó, de entre los muchos defectos del hombre, un Pontífice que condecorase el primado de Pedro con los laureles de la victoria, material y espiritual, a la hora que una disminución de sus prerrogativas hubiese acarreado gravísimos peligros en vísperas de Lutero. Atenaceado por las contrapuestas ambiciones de Fernando V y de Luis XII, hubo de fluctuar entre ambos, pasando de la izquierda a la derecha (según los casos. La política pontificia tiraba a desgastar, por mutuo frotamiento, la prepotencia española y la francesa. Pero siendo de mayor apremio el imperialismo francés, se puso al fin resueltamente del lado español, y cuando los franceses fueron arrojados de Italia y la preponderancia española creció desmesuradamente, como era natural, Julio II calentó el propósito de aniquilarla. Refiriéndose a los españoles que pérfidamente se habían enseñoreado de Nápoles, le dijo al cardenal Grimani, pegando el suelo con el bastón: «si Dios me presta vida, yo libertaré también a los napolitanos del yugo que los sujeta».

Abusó de la mano militar y no encarnó el modelo cristiano. EI 10 de mayo de 1512, al abrirse el quinto Concilio deLetrán, Gil de Viterbo, general de los Agustinos, pronunció estas palabras, incombustas al fuégo de la crítica: «Julio es, sin disputa, el primer Pontífice que haya empleado con éxito favorable las armas temporales para la defensa de la Iglesia. Con todo, estas armas no son las propias de la Iglesia. La Iglesia solamente vencerá cuando emplee en el.Concilio las armas de que habla el Apóstol… La Iglesia no ha llegado a ser poderosa, sino por las armas espirituales. Poco le importa la extensión de sus dominios: sus riquezas todas consisten en las cosas divinas,»

Del otro actor del drama italiano, Fernando de Aragón, el preclaro historiador florentino Guicciardini nos ha trasmitido una imagen lapidaria, breve y puntual: «Ventura de las mayores significa la ocasi6n de mostrar que la consecución del bien público produce los actos emprendidos por mero interes particular. Esto es lo que daba tanto lustre a las empresas del Rey: hechas siempre con la mira puesta en su propia grandeza o en su seguridad, parecía que tenían por objeto la defensa de la Iglesia o la propagación de la fe cristiana.» Con esas caretas entró y se apoderó de Nabarra, página siniestra, pero que aun parece de inmaculado armiño comparada a la conquista de Nápoles.

El contrincante de Julio II y de Fernando V no les llega al hombro a ninguno de los dos, mas se empeña en hombrearse con ellos. Administrador probo de los dineros públicos, clfoso reformador de los abusos, enderezador de la justicia, los franceses le aclaman Padre del pueblo; mas su política exterior no corresponde a la interior. Casi siempre désgraciadísimo en sus empresas bélicas, Luis XII preside a ignominiosos desastres militares, únicamente interrumpidos por brillantes epjsodios como el de Rávena, del todo estéril. Era pérfido, sin escrúpulos ni honor, al igual de muchos príncipes del Renacimiento, pero no le acompañaba el genio que hacía rendir provechos a las perversidades de sus émulos. Por irresoluto y tergiversador perdía buenas ocasiones de ganar la partida. Fué aliado cordial de los monstruosos Borgias, y se atrajo la animadversión de los enemigos de ellos. Además, su política ultraalpina careció de base racional y de prudencia; desengañó amargamente a los italianos que esperaban bienes de los franceses. La arrogancia, la codicia y la lascivia de sus tropas ahondaron con innumerables agravios particulares eJ divorcio espiritual de ambas naciones. Un clamor de rabia antifrancesa resonó desde los Alpes a 1as playas de Nápoles y Sicilia. Julio II, que desde mayo de 1510 experimentaba grave animadversión a los franceses, no ocultaba al Embajador veneciano, el 19 de junio, sus propósitos de entablar la lucha contra los franceses, y en julio decía que miraba al rey Luis como a enemigo personal suyo, y ponía punto final a un altercado con el embajador de Francia, Alberto Pío de Carpi, enseñándole la puerta. El Papa se sentía fuerte con la alianza de los suizos (4 de marzo de 1510) y el apoyo de los venecianos, y no se reducía a guardar ningún miramiento a sus enemigos. Mostraba, sin disimulo, ser el alma, la ígnea lengua de odio al francés. Luis XII, creyéndose muy hábil, pero cometiendo letal torpeza, se despeñó a atacarle con armas espirituales que hirieran al Pontífice, sin qué por ello pensase, acaso, salirse del catolicismo, sino valerse de una de tantas armas mortíferas como ponía en las manos de los príncipes la inmoralidad política de la época. En cierta ocasión le dijo al Embajador español que todo ello era una comedia para amedrentar al Papa. Reconozcamos la oportunidad de la coyuntura: el añejo anhelo de reformar la Iglesia en la cabeza y en los miembros, y la errónea doctrina de la supremacía del Concilio sobre el Papa, que desde los concilios de Constanza y Basilea perturbaba la mente de ciertos sectores de la jerarquía eclesiástica, se avivaron con el escandaloso pontificado de Alejandro VI. Además abrían la puerta, a las intromisiones de Luis, el servilismo de los prelados cortesanos y la sediciosidad de una media docena de cardenales. Pero al sacar la lucha del terreno temporal, Luis XII la llevaba al espiritual, donde Julio II era invulnerable y necesariamente había de lograr la victoria.

Rompió las hostilidades el Rey de Francia, el 30 de julio de 1510, convocando el Concilio de Tours, al cual sometió varias preguntas de mucha miga. Opinaron los obispos que el Papa no tiene derecho de hacer 1a guerra a príncipe que no fuese vasallo suyo, tanto más en el caso presente, cuanto que Julio II se había obligado con juramento a convocar un concilio ecuménico dentro de dos años; y si la hace, el príncipe queda en libertad de oponerle la fuerza de las armas, y aun de atacarle en el territorio pontificio, y de desligarse, tocante a sus Estados propios, del juramento de obediencia al Papa. Asimismo dijeron que los príncipes podían ocupar válidamente, por algún tiempo, las plazas fuertes del Papa si éste las guarnecía de tropas. Además rogaron al Rey que protegiese a los cinco cardenales resueltos a reunir un Concilio en Pisa.

Julio II se veía constreñido a escoger entre dos males, cuya contrapuesta presión venía padeciendo. Se echó en brazos del temible y poco grato Fernando V, de quien había recibido agravios de monta. Las primeras desavenencias versaron sobre la investidura y tributo de Nápoles, seguidas de otras dimanadas de la colación de los obispados de Castilla. Fernando, de la misma cepa dañada que el Rey francés, no se asustaba de poner cisma; así se lo había manifestado sin ambages al Virrey de Nápoles, en la famosa carta de 22 de mayo de 1508: «y estamos muy determinados -escribía- si Su Santidad no revoca luego el Breve y los autos por virtud del fechos, de le quitar la obediencia de todos los reinos de la Corona de Castilla y Aragon y de facer otras provisiones convenientes a caso tan grave y de tanta importancia.» El Papa, previendo los futuros sucesos, comenzó ya sus zalamerías a Fernando el año 1507, en cuyo 17 de mayo confirió por decreto la púrpura a Cisneros. Pero el astuto aragonés se remoloneaba procurando mayores provechos. En julio de 1510 logró que el Papa, infiriendo nuevo agravio a los franceses, le invistiese del Reino de Nápoles: así se iba curando la sordera de Fernando a las insinuaciones papales. El 5 de octubre de 1511, el Papa publicó la Santa Liga en Santa María del Pueblo, alianza entre Julio II, Fernando V y Venecia: estaban descontadas las adhesiones de Enrique VIII de Inglaterra y del emperador Maximiliano de Austria, y aun la de los suizos se reputaba por probable. La política francesa había producido el efecto de conciliar contra sí las fuerzas espirituales y materiales de sus enemigos.

Julio II, en el asunto del conciliábulo de Pisa, arma que mayor confianza infundía a Luis XII, procedió con suma cautela y prudencia extremada. Refrenó los ímpetus de su genio; moderó la impetuosidad de su temperamento. Señores, he de estudiar brevemente este episodio histórico, extraño, al parecer, a los negocios de Nabarra; pero con él está ligada estrechamente la fecha de la bula Exigit. Hasta que vio completamente abatido el poder militar francés, el Pontífice no le remató con los rayos espirituales, directamente fulminados contra el Rey. Anunció el camino que iba a recorrer, excomulgando, el 4 de octubre, a los generales franceses invasores de las tierras de la Iglesia.

Nueve cardenales, usando de su pretendido derecho a la indiccion, anuncian (Milán, 16 de mayo de 1511) la apertura de un concilio que convocan para el 1 de septiembre, emplazan al Papa y le ruegan preste su consentimiento a la convocación hecha. El conciliábulo de Pisa estuvo poco concurrido: de prelados franceses casi exclusivamente. Se reunió el 5 de noviembre, según opinión común. El Papa le había herido de muerte, con suma habilidad, adelantándose a sus decisiones por medio de la famosa bula Sacrosanctae Romanae Ecclesiae (18 de julio de 1511). En ella convoca el Concilio de Roma que habrá de reunirse en el palacio de Letrán el 19 de abril de 1512; anatematiza a los cardenales rebeldes; declara nula e ilegítima, su convocación del concilio, y anuncia que su ejecución acarreará las censuras eclesiásticas más graves, como son: tocante a los instigadores y cómplices, la pérdida de sus dignidades y cargos; «tocante a las villas y lugares que les presten ayuda y asistencia, el entredicho». Al Rey de I Francia le llama «nuestro hijo muy querido en Jesucristo»: los tiempos no estaban sazonados para cosas mayores. La amenaza del entredicho espantó mucho. El sagaz Embajador veneciano, el 3 de julio de 1511 dio ya por fracasado el falso concilio.

El 3 de diciembre de 1511, Julio II fulminó un severo monitorio contra los del conciliábulo. Estos, atendiendo a que Pisa les ponía cara fea y les era hostil, acordaron trasladar el Concilio a Milán, y ponerle a la sombra de las lanzas francesas y celebrar allí la primera sesión el 13 de diciembre. La batalla de Rávena, 11 de abril de 1512, desfavorable a los confederados, abatió temporalmente los arrestos del Papa. El día 21 del propio mes, envalentonados los cismáticos, retiraron hasta ulterior acuerdo, a Julio II, la administración de las cosas temporales y religiosas, encomendándoselas al «Santo Sínodo». El seudo concilio había vuelto a celebrarse en Pisa. Por las peripecias de la guerra, el Pontífice retrasó la apertura del Concilio de Letran hasta el 30 de mayo. La muerte de Gaston de Foix en la batalla impidió recoger el fruto de la victoria. La ayuda de los suizos inclinó la balanza del lado de la Liga. Maximiliano de Austria, príncipe veleta, retiró los lansquenetes alistados en las banderas francesas, que hubieron de retirarse desastradamente, no pudiendo resistir la cuádruple presión de los ejércitos pontificio, español, veneciano y suizo, diez semanas después de haber triunfado en Rávena. Los cismáticos, el 4 de junio, huyeron a Asti, y después a Lyon, donde por sí solo se disolvió el conventículo. El 17 de mayo de 1512, los cardenales adheridos al conciliábulo fueron anatematizados, a la vez que los secuaces del mismo y sus favorecedores. Pero la Bula no menciona al Rey de Francia. El 16 de junio, Luis XII ordena publicar los decretos del conciliábulo de Milán. Pocos días después, el 23 de junio, el Papa celebró su triunfo en la iglesia de San Pedro in Vincoli. El 15 de agosto, según declaró él mismo, excomulga y declara cismático a Luis XII, pero en términos tan ambiguos que muchos sostienen no hubo tal excomunión. De los muchos autores extranjeros que sobre esta cuestión he consultado, ninguno asevera que Luis XII fuese excomulgado nominatim. Y es caso fuera de duda que cuando se concertaba la reconciliación de Luis XII con la Iglesia, León X, el9 de octubre de 1513, declaró que las sentencias de Julio II contra el conciliábulo de Pisa, contra Alfonso de Este y los demás, no alcanzaban al Rey de Francia, y que éste únicamente sería absuelto ad cautelam (por si acaso). y también es cierto que a Luis XII le bastó para reconciliarse proclamar en la octava sesión del Concilio de Letrán (19 de diciembre) que solemnemente repudiaba el Sínodo de Pisa y se adhería, pura y libremente, al Concilio Lateranense, como al sólo legítimo.

La tercera sesión de Letrán acaeció el 3 de diciembre de 1512. El Obispo de Forli leyó una bula del Papa en la cual éste renueva su declaración de nulidad de los actos de Pisa, y pone a Francia en entredicho. La cuarta sesión, celebrada el 10 de diciembre, oyó la publicación de un monitorio, requiriendo al clero y legos de Francia a comparecer, dentro de sesenta días, ante el Concilio, para justificarse de su adherencia a la Pragmática sanción, y la lectura de otra bula, confirmatoria de las anteriores, sobre nulidad de[ conciliábulo. Fué la última sesión a que concurrió el Papa: falleció el 21 de febrero de 1513.

Al analizar fielmente los actos del Papa en orden al conciliábulo de Pisa y al Rey de Francia, tal como los refiere Pastor (tomo VI de su citada obra), ni una sola vez he visto, señores, el nombre de los reyes D. Juan y Dª Catalina citados, así como tampoco la excomunión nominal de Luis XII. Este hecho, unido al de la fecha de la excomunión, real o imaginaria, del Rey de Francia (15 de agosto de 1512), sin más, demuestran que la bula Exígít, fecha 18 de febrero de 1512, es falsa de la cabeza al pie, o tiene falsificada la fecha. Nunca la Iglesia ha castigado al cómplice antes que al autor: no cabría, por ejemplo, la excomunión de los luteranos sin el previo anatema de Lutero, ni la de los calvinistas sin el de Calvino. Lo contrario, ilógico y absurdo sobremanera, excusa la refutación. En el proceso del conciliábulo el anatema de los cardenales procedió al del Rey de Francia mero protector de ellos.

Cierto: la bula Exigit de ninguna manera se compagina con los actos indubitablemente conocidos de Julio II al correr del año 1512. El anacronismo está patente. No podemos decir lo mismo de los monitorios Pastor ille coelestis y Etsi ii qui christiani, posteriores, en poco más de dos meses, al anatema de los cardenales y de los protectores y secuaces del conciliábulo. Vencidos los franceses, el Papa se decide a proceder con inexorable energía. Fernando de Aragón, puesta la vista en Nabarra, que anhela usurpar, aprovecha diestramente su preponderancia sobre la política de Italia. Yo imagino que las cosas sucedieron, poco más o menos, de la siguiente manera: el aragonés comenzaría por lisonjear las pasiones galófobas del Pontífice, en que ambos conformaban; le prometería atacar a Francia por los caminos del Pirineo nabarro, y le demostraría la insuperable importancia militar de ese nuevo frente; después pondría de bulto los lazos de fidelidad feudal que unían a los monarcas nabarros con Luis XII, por virtud de los estados y de los feudos sitos en la otra falda del Pirineo; daría por conclusa la alianza franconabarra que se estaba negociando; y la adornaría de una amplitud que nunca tuvo, y terminaría pidiendo alguna bula o documento pontificio que de alguna manera pusiese en balanzas la ortodoxia de D. Juan y Dª Catalina. Con ese título, por ambiguo que fuese, y el pacto de la Santa Liga sobre los territorios de fuera de Italia que los «santos» confederados y los aguerridos tercios del Duque de Alba arrebañasen, D. Fernando se estimaría poseedor de «triunfos» suficientes para ganar las jugadas.

Julio II se avino a complacerle, pero guardando la cara por no comprometer la dignidad de la Santa Sede ni infringir abiertamente sus deberes apostólicos. El aragonés pronto advirtió que los dos monitorios contenían poquísima substancia, y se reservó in pectore el designio de redondearlos en sazón oportuna. Con efecto, el Papa no había estampado el nombre de los reyes y les había aludido vagamente, empleando denominaciones impropias y contenciosas. Resumiendo: declaró que el Rey Cristianísimo arrastró al cisma a los Vascones ya los Cántabros ya todas las naciones circunvecinas, que siempre fueron devotísimas de la Santa Sede, y advirtió a todos y cada uno de los fieles de Cristo, y especialmente a los Cántabros y Vascones susodichos ya sus vecinos, que estaba pronunciada sentencia de excomunión mayor contra toda persona, cualquiera que sea la autoridad espiritual y temporal de que esté revestida, marqués, duque, rey, obispo, que en los tres días siguientes a la publicación de la Bula no se someta a la Santa Sede y se haya armado contra Nos o contra algún aliado de la Santa Sede, o haya recibido subsidios de dicho rey Luis y de los cismáticos, o haya concertado alianza con él. A los que no se sometan los excomulga, anatematiza, maldice y condena, y les priva de sus dignidades, honores, feudos, gracias, privilegios, y los declara ineptos para todo acto legal, pasiva y activamente, como culpables de lesa majestad, y en virtud de la autoridad apostólica, convierte en cosa publica todos sus bienes en general y en particular, y quiere que pasen a propiedad del primer ocupante, de igual modo que sus ciudades, fortalezas, tierras y demás lugares a ellos sometidos.

Por mucho que se propusiera Julio II salvar su cara, abortó el propósito. En la bula Pastor ille coelistis cometió imprudencia temeraria. Él conocía muy bien al rey Fernando; le había visto consumar la hazaña bandoleresca de Nápoles; debía estar cierto de que el aragonés abusa ría de la bula, y le abrió franco camino para ello con lamenos honesta cláusula de someter a censura eclesiástica, y a las tremendas consecuencias de esta, a quien se armase contra algún alíado de la Sede Apostólica. Faltaba la excepción de legítima defensa, y faltando, bastaba que un confederado agrediese a un príncipe no confederado, a un príncipe neutral, para que, armándose éste por repeler la agresión, quedase incluso en las censuras eclesiásticas.Pero; en fin, la bula Pastor no excomulgó a los reyes don Juan y doña Catalina, ni se cursó como el procedimiento eclesiástico establece. Sus efectos, si algunos fe competían, son nulos, canónicamente hablando.

El signo maligno que gobierna los destinos de Nabarra durante su última época de vida nacional es su posición geográfica. Tienta la codicia de españoles y franceses, moviéndoles a meterla siquiera dentro de la órbita de su influencia directa, y cuanto más, a poseerla. Su independencia inquietaba al rey Fernando, puesto que al arbitrio de ella estaba abrir y cerrar las puertas del Pirineo: Vasconum metus proprie solicitabat, non quieturum Ferdinandum, nisi eo regno occupatu. Nabarra forma un águlo o rincón eel territorio español, (Favyn, Híst. De Nav., lib. XI( págs. 681-682), y los Reyes Católicos a menudo le miraban codiciosamente, pero con alguna diferencia en las intenciones. El Rey laboraba dejando a un lado la licitud de medios: Id summa diligentia atque etiam iniquis conditionibus attentavit, como dice Nebrija: «llevó adelante su intención con sumo celo y también con inicuos preparativos». La Reina se detenía ante los imperativos de la moral y recapacitaba sobre Quomodo angulus ille, a toto corpore suo divulsus, vel permutatione, vel dotis nomine, vel alia quacumque ratione honesta in formam pristinam redigeretur: «de qué manera aquel ángulo arrancado violentamente del cuerpo total se podría devolver a su forma primitiva, por permuta, dote ú otra cualquiera razón honesta». Dicen que Dª Isabel siempre tenía en la boca el verso de Horacio: O si angulus ille – Proximus accederet, nostros qui faedat.

Isabel la Católica, como gran castellana, sentía la unidad nacional de España. Su espíritu dió cabida fácilmente a la idea grandiosa, pero falsa, históricamente hablando, de que los diversos estados peninsulares eran las refracciones de una potente luz central, o los miembros dispersos de un cuerpo único: ilusión alimentada por el recuerdo de los imperios romano y visigótico. No discernía que dicha unidad no era orgánica, sino producto de la conquista y de la fuerza, y que solamente la fuerza y la conquista podrían restaurarla; ni tampoco daba en la cuenta de que, cabalmente, los nabarros o baskones habían vivido menos sometidos que ningún otro pueblo peninsular al yugo romano y al visigótico, del que vivió libre la mayor parte de las montañas. Así, la idea de Dª Isabel, por grandes que fuesen sus escrúpulos, traía aparejados, casi necesariamente, medios coercitivos, es decir, inmorales, y ella misma se habría visto compelida a emplearlos de persistir en su anhelo de borrar el ángulo pirenaico.

Seria temerario afirmar, señores, que el rey Fernando careció de la idea unitaria, inmanente en el idearium político de la época. Pero no te imprimía carácter como a la Reina. Era idea pasajera, movediza. A su genio ambicioso le cuadraba mejor el concepto de la monarquía patrimonial, conjunto de estados pertenecientes a la persona del Rey. Por eso contrajo matrimonio, a la vuelta de un año del fallecimiento de Dª Isabel, con Germana de Foix, sin importársete una higa por la separación de las coronas castellana y aragonesa. Tomad nota de la persona con quien contrajo las segundas nupcias: Dª Germana era nieta de la reina de Nabarra Dª Leonor, y hermana de Gastón, el héroe de Rávena, pretendiente (sin derecho) a la corona pirenaica, protegido, durante largo tiempo, del rey Luis XII, y por tanto, competidor muy molesto y peligroso de la soberana legítima Dª Catalina. El rey Fernando, hermanastro del Príncipe de Viana, que le llevaba treinta y un años de edad, no puso en la conquista de Nabarra ningún alto designio de nacionalización española, como se lo atribuyen sus panegiristas modernos. Buscaba la manera de impedir, mediante una yulgarísima usurpación familiar, que la corona saliese de su casa y pasase a la de Albret. Fué su intención que la corona nabarra se incorporase a la aragonesa y sirviese de patrimonio a la prole de Dª Germana. Mas cuando perdió la esperanza de sucesión ya no tuvo interés en resistir a las pretensiones de los castellanos, que le exigían la incorporación de Nabarra a Castilla, alegando la razón de que de la bolsa castellana había salido el dinero gastado en la conquista. De su política maquiavélica fueron eficaces favorecedores los beaumonteses, aquellos mismos beaumonteses enemigos enconados e irreconciliables de su padre D. Juan II, el cual, al saber el fallecimiento del primer Conde de Lerín, marcó a todo el linaje lerinesco ya su facción beaumontesa con el hierro candente de estas palabras: «en Madrid acabó sus infames días, como traidor y rebelde, héchose vasallo del rey de Castilla D. Enrique». D. Fernando trabajó de balde; el heredero de las coronas de Nabarra y Aragón no fue ningún hijo suyo, sino D. Carlos de Gante, su nieto, hijo del archiduque de Austria Felipe el Hermoso, a quien mortalmente aborrecía el aragonés. ¡Inevitable fragilidad de las combinaciones humanas!

La que me atrevo a llamar batalla de las bulas, la han reñido los críticos y los historiadores en torno de la bula Exígit, que no tuvo arte ni parte en la conquista de Nabarra, puesto que es posterior a ella. Hace tiempo que está notada de sospechosa. Observóse que el año de la Encarnación del Señor 1512 no consonaba con el año décimo del Pontificado de Julio II, puesto que fué proclamado Papa el 1 de noviembre de 1503, sino con el nono. Se ha pretendido poner a flote la veracidad de la fecha, echando a la controversia argucias ingeniosas, pero ineficaces, de cómputo, y confusiones del año corrido, completo, absoluto, con el incoado.

¿El año 1512, calendación de la Bula dolosa, era el noveno, o el décimo del pontificado de Julio? Dejada aparte la cuenta vulgar, ¿quién contestará a la pregunta, excusándonos cómputos, de una manera que cierre la puerta a la
réplica, sino el mismo Papa? Pues preguntémoselo; si él no lo sabe…

Examinemos documentos suyos indubitables. Bula de 28 de marzo de 1512, sobre jurisdicción de varios importantes cargos u oficios del Vaticano; la calendación dice: Datum Romae apud Sanctum Petrum anno Incarnationis Dominicae millesimo quingentesimo duodecimo, quinto kal. Aprilis Pontificatus nostri ANNO NONO.-
Otra, de 2 de abril de 1512, concediendo gracias a los canónigos regulares de la Congregación del Salvador de la Orden de San Agustín: Fecha: «Datum etc. Anno Incarnationis Dominicae millesimo quingentesimo duodecimo, Pontificatus nostri ANNO NONO. – La bula Pastor ille coelestis, de 21 de julio de 1512, lleva idéntica calendación.- La bula de los privilegios del Deán de Tudela, 21 de junio de 1512, calenda: «Datum, etc., anno etc. Millsimo quingentesimo duodecimo, duodecimo Kal. Aug. Pontificatus nostri ANNO NONO. La Bula Etsi ii qui christiani de 21 de junio de 1512, calenda: Datum etc., anno etc., millesimo quingentesimo duodecimo, duodecimo Kal. Julii Pontificatus nostri ANNO NONO.- Connstitución sobre la elección pontificia, 16 de febrero de 1513, calenda: Datum etc. Romae in Basilica Lateranensis in sacra sesiones anno Domini MDXIII quatordecimo Kalendas Martii Pontificatus nostri anno decimo.- La bula Sacrosanctae Romanae Ecclesiae, de 18 de julio de 1511, convocando el Concilio Lateranense quinto, expresa que dicho año es el octavo de su Pontificado.

La demostración, señores, es concluyente, irrebatible: el año 1512 es el año noveno del Pontificado de Julio II. Cuando la Bula dolosa afirma que es el décimo, yerra o miente. ¿Se trata de un error material, sin importancia, fácilmente subsanable? Esto quisieran los defensores de los fraudes de Fernando. A lo cual contestan otros que no es error material, no: que es cabo suelto, indicación preciosa de que la alteración se perpetró sobre el año de la Encarnación, que realmente es el 1513, de conformidad con el del Pontificado, décimo, y no el 1512, como lo trae la Bula.

Quien afirme que la bula Exigit es del 18 de febrero de 1512, año décimo del Pontificado, se mete en un callejón sin salida. Mantenida dicha fecha, el texto de la Bula contradice a todos los hechos conocidos, y cae por tierra. La autenticidad del texto sólo se salva admitiendo la fecha rectificada en parte: 18 de febrero de 1513, año décimo del Pontificado. Así el documento consuena consigo mismo; pero resulta inútil, puesto que es posterior a la conquista y demuestra que el rey falsario la emprendió sin título legítimo, y aun los que no se avienen a enmendar el año, forzosamente han de enmendar el día, poniendo otro muy posterior al 18 de febrero, so pena de tropezar en obstáculos irremovibles.

Las pruebas de que la bula Ex¡git no se escribió el 18 de febrero de 1512 son muy numerosas. Mi trabajo «Nabarra en su vida histórica» contiene la mayor parte de ellas. Algo diré ahora, ora repitiendo, ora añadiendo. Y es:

Primero: la excomunión de los Reyes de Nabarra se habría fulminado seis meses antes que la del Rey de Francia. Esto es absurdo, moral y materialmente imposible.

Segundo: la excomunión se habría fulminado cinco meses antes que los Reyes de Nabarra se hubieran confederado con el de Francia mediante el tratado auténtico de Blois (Fernando manejó otro falsificado), 18 de julio de 1512: luego la causa de la Bula, supuesta la exactitud de su fecha 18 de febrero de 1512, es falsa, y Julio II se cogió 1os dedos.

Tercero: expedida la Bula dolosa, es absurdo que se expidieran los monitorios o advertencias Pastor ille coelistis y Etsi ii qui christiani, fechados el 21 de julio de 1512, cinco meses después del anatema con que ellos amenazaban.

Cuarto. El texto de la Bula denota, por ciertas de sus expresiones, que se refiere a sucesos anteriormente acaecidos. Los textos impresos de la bula Exigit presentan variantes en el uso de algún tiempo verbal, si comparamos la impresión de Boissonade (Hist. de la Reunión, etc. página 645), y la de Ortiz, según la trae el monumenta discurso parlamentario del Sr. D. Javier Los Arcos (Apéndice II) contra los proyectos de Gamazo. Después de excomulgar a los reyes y de privarles de sus honores, títulos y dignidades, transfiere la propiedad de sus biertes a los que los han conquistado o conquisten (qui illa caeperint seu capient, Boissonade; caeperunt seu capient, Ortiz) como adquiridos en justa y santísima guerra. Cuando la Bula menta a D. Juan y Dª Catalina suele decir «olim rex… olim regina Navarrre.» (olim «en otro tiempo, antes». Asimismo significa «há poco», y a veces tiempo presente, y aun con sentido de futuro se usa). Según la fecha rectificada de Exigít, 18 de febrero de 1513, los Reyes de Nabarra habían dejado de serlo siete meses antes, por virtud de la conquista; pero según la fecha falsa, 18 de febrero de 1512, aun ceñían la corona que perdieron cinco meses después.

La bula Pastor ílle coelestis, cuando mentó al Duque de Ferrara, que realmente había sido excomulgado y depuesto por Julio II en 9 agosto de 1510, usó del mismo adverbio olim: Afphonso olim duci Ferraríae. «Alfonso, en otro tiempo, Duque de Ferrara.» En el mandamiento o manifiesto que publicó Fernando por justificarse de haber tomado el nombre de Rey de Nabarra (últimos días de julio, casi seguramente el 31), empleó el verbo «ser» en tiempo pasado, aplicándoselo a D. Juan y Dª Catalina: «el rey y la reyna que heran de Navarra», «á los dichos rey y reyna que heran de Navarra» , etc., etc. El olim y el heran exhalan tufillo de próximo parentesco.

Quinto. Poco después de la Bula dolosa, o sea, a fines de marzo de 1512, el rey Fernando entabló negociaciones de alianza y confederación con los reyes de Nabarra y matrimonio del Príncipe de Viana con la infanta Isabel o su hermana Catalina. El Papa hizo saber que se obligaría a otorgar sus favores a dichos reyes ya asegurarles, en cuanto de él dependiera, la conservación de sus Estados patrimoniales. En una palabra, queríase que los supuestos excomulgadós se adhiriesen a la Santa Liga. No olvidemos que, según los términos de la terrible Bula fabricada, retocada, amañada o inspirada por el rey Fernando, éste, mediante las susodichas negociaciones de Ontañon, se excomulgó a sí propio.

Sexto. El papa Julio II, el 21 de junio de 1512, año noveno de su pontificado, condecoró al Deán de Tudela con una bula en la cual se contienen, según frase feliz de un comentador, más privilegios que cláusulas. La bula fue concedida a ruego de D. Juan y Dª Catalina, de quienes habla cariñosamente el Pontífice: «y por cuanto nuestro muy querido hijo en Cristo, Juan, y nuestra muy querida hija en Cristo, Catalina, Rey y Reyna de Navarra, ilustres…» (Sane charissimus in Christo Fel¡us noster Johannes Rex.. et charissema in Christo .filia nostra Catharina Regina Navarrae lllustres…») Estos son los mismos reyes a quienes el Papa, cuatro meses antes, en la Bula dolosa de 18 de febrero de 1512, denostaba con los epítetos de «hijos de perdición, excomúlgados, anatematizados, malditos, fautores de cisma y herejía, reos de lesa divina majestad y de eterno suplicio». Semejante incoherencia es monstruosa, y, sin más, demuestra: o que la fecha de la Exigit está adulterada, o que la bula es falsa.

Séptimo. .El Arzobispo de Zaragoza sitió la ciudad de Tudela en agosto de 1512, por sujetarla a la usurpación de su padre natural. El 20 de agosto escribió D. Fernando a la ciudad desde Logroño, proponiéndole la capitulación. En esa fecha el usurpador no tenía en sus manos la bula Exigit ni ninguna otra. Dice que la reducción a su obediencia es «buena obra que cumple al servicio de Dios nuestro Señor y nuestro». El 23 de agosto escribe de nuevo a los tudelanos y tiende cautelosamente su maraña papalesca: «Habeis de saber que nuestro muy Santo Padre, por la Bula publicada en la iglesia de Calahorra… declara y manda que todos los que siguen al Rey de Francia, factor principal de los cismáticos, sean excomulgados, entredichos, malditos y anatematizadps y condenados a las penas del infierno… son traidores y cometen el crimen de lesa Majestad, todos sus bienes son confiscados y son esclavos y siervos de aquellos que los tomasen y ocuparen…» La bula a que alude el falsario es el monitorio Pastor ille coelestis fecha 21 de julio de 1512, que realmente fué leída al Cabildo de Calahorra por Pedro Martyr de Anglera, el 21 de agosto, y por el canónigo Rodrigo Martínez al pueblo, desde el púlpito, el 22 de agosto. A pesar de su desvergonzada osadía, Fernando no se atrevió a aseverar que el Rey de Francia estuviese excomulgado,
y mucho menos que los Reyes de Nabarra lo estuviesen, ni aun que fueran aliados de aquél. El rey Fernando hablaba para la galería siempre estúpida y asequible a la insinuación; en las cavernas de la edad de piedra y en los salones de metines del siglo XX.

Octavo. Habiéndose suscitado ante el Doctor Nabarro, lumbrera de la Iglesia Católica en el sigto XVI, de una manera más o menos directa, la controversia sobre la dedvolución de Nabarra, escribió al licenciado Ainziondo en los términos que dió a conocer su carta apologética al Duque de Alburquerque, año 1570: «Y el contestarme (Ainziondo) por segunda vez que el rey D. Felipe (II) habia prometido a su suegro Henríque II (rey de Francia) que le devolveria a aquella que él llamaba su reina, si le demostraban que no podia retener Nabarra sin pecado mortal y que aquella se lo demostraria facilmente; le repliqué dos cosas. La primera, que dicho Rey era tan cristiano, que devolveria no solo el Reino de Nabarra, etc., etc. Y la segunda, que no podria probarle esto: porque, aunque le probase que no era suyo el Reino de Nabarra, no podia probar, ni mucho menos demostrar, que no lo podia retener sin pecado; pues como podia haber visto facilmente en el dicho Manual (de Confesores, obra del autor), no es necesario restituir lo ajeno cuando de ello han de sobrevenir graves daños a la república. Y toda la prudencia bélica de los españoles estimaba que, de restituir el Reino de Navarra al de Vandoma (esposo de la reina legítima doña Juana), habian de seguirse probablemente grandes males a los demas reinos de España..,» El Doctor Navarro no creía en la patrañosa excomunión y deposición justa de los reyes D. Juan y Dª Catalina: de creerlo, hubiera contestado que la Bula impedía de plano toda controversia, y que Julio II había resuelto para siempre la cuestión. El caso de Nabarra lo resolvía el Doctor, con acierto o sin acierto, por la doctrina común sobre la retención de bienes ilegítimamente adquiridos.

Ya veis, señores, que por todos los caminos llegamos a una conclusión única: las pruebas forman un conjunto formidable. Sin dialéctica ni estudio de documentos, aquel gran caballero que se llamó el mariscal D. Pedro de Nabarra, preso a la sazón en la fortaleza de Atienza, muerto después en la de Simancas, pronunció por el órgano de su limpia conciencia el veredicto absolutorio. Escuchémosle: «é todavia por los señores del Consejo, el licenciado Çapata y el doctor Carvajal le fué dicho a este confesante (declarante) é mandado dos veces que hiciese el dicho juramento (de fidelidad al rey intruso), é que ansy convenia, mostrándole cierta provision apostólica, la substancia de la cual este confesante no entendia ni le parecia haber cabsa lícita para contra los Reyes sus señores.. porque nunca ellos en aquel caso habian desobedecido á la ]glesia..,» (Los dichos y deposiciones del Marichal, en la sección de documentos justificativos de la «Hist. de la Reun.» etc., págs. 658-662). Palabras de testigo de vista, sin tacha, y sincero hasta el propio daño.

Las bulas Pastor ille coelestis y Etsi ii qui chrisfiani no son bulas de excomunión nominatim; la bula Exigit, sospechosa, dolosa, fraudulosa, litigiosa, escandalosa, es bula de excomunión a posteriori, El caso recuerda el de una cuadrilla de bandoleros que, disfrazándose de penitentes, llenos los bolsillos de cosas robadas, se fueran a una ermita, a hacerse bendecir y absolver por el ermitaño. Fernando se la procuró porque las otras dos le servían de poco. ¿Cómo se la procuró? Algún día nos lo descubrirán, acaso, los archivos, hasta ahora mudos. La fecha 18 de febrero de 1513, año décimo del Pontificado, frisa con los días que se estaba muriendo el Papa, el cual falleció la noche del 20 al 21: desde el día de Navidad permaneció
postrado en el lecho. Caben varias hipótesis: que la Bula haya sido falsificada, mediante precio, por alguna de las agencias u oficinas que en Roma se dedicaban a esos fraudes piadosos: que los oficiales de la dataría y cancillería apostólicas, o de la oficina a quien el asunto atañese, sobornados e instruidos por el Embajador de España, la tuviesen redactada y la legalizasen, aprovechándose de alguna obnubilación de la inteligencia del Papa: que Julio II, mal informado, mediante el falso Tratado de Blois probablemente, la expidiese por legitimar, hasta donde fuera posible, la conquista efectuada: que la enviase a Roma, redactada, el rey Fernando, para que su embajador lograse su completa legalización, por los medios que él sabría. Y caben otras suposiciones razonables, y aun otras que dejan mal parada a la Santa Sede y no deben de acogerse sin absoluta necesidad: porque, en este asunto, cuanto más se blanquee al Rey, tanto más se ennegrecerá al Papa. El vicio del año del Pontificado pudo ser torpeza del falsificador o refinada malicia de los expedidores, legítimos o ilegítimos, que de ese modo abrían un resquicio contra la validez del documento, o le hacían vulnerable a la sospecha, deseosos de no causar perjuicios irreparables a los inocentes. Si fué error, es inverosímíl le cometiesen en Roma.

Pero siendo tan numerosas las suposiciones que para atacar y defender la bula Exigit han imaginado, o imaginarán los controversistas, se lleva mi atención el caso de que hasta ahora, que yo sepa, nadie haya utilizado ciertos datos, há siglos impresos, para intentar mantener el año de la Encarnación 1512 que ostenta dicha Bula, la cual ni aun con ellos salvaría el del Pontificado (décimo) ni el cuantésimo del día y mes (28 de febrero). Este punto de mira suscita algunas cuestioncillas curiosas que aumentarían el número de las que crecen en este terreno fértil, y perdóneseme la trivialidad de la expresión, del gran gatuperio de las bulas. Acaso trate de ello, ex profeso en otro sitio, ahora me atengo a lo corriente.

He indicado repetidas veces que el conquistador de Nabarra era príncipe muy de su época, y que esta, agusanada por la corrupción, no repudiaba ninguna perversidad, aunque fuese enorme. Además, D. Fernando había aprendido, en casa de su padre, que una bula bien falsificada puede llegaba a ser árbol frondoso, que se cubre de hermosas flores y rinde sabrosas frutas. D. Fernando de Aragón y Dª Isabel de Castilla, comprendidos en el tercer grado de consanguinidad; como hijos de primos hermanos, necesitaban dispensa para contraer matrimonio. El Papa, sin duda por motivos políticos, alargaba demasiado la expedición de la dispensa, y corrían los novios el peligro de que sobreviniesen impensados sucesos, temibles en aquellos
revueltos tiempos, bastantes para desbaratar la concertada boda, tan del gusto, por razones de amor y de conveniencia, de los futuros contrayentes. Entonces el señor Rey de Aragón y el señor Arzobispo de Toledo, D. Alonso Carrillo, Primado de las Españas, idearon la diabólica traza de falsificar la bula de dispensa. Dicho y hecho: los mismos príncipes presentaron la bula de dispensa, del ya difunto Pío II, al preste de la misa Pero López de. Alcalá, capellán del Arzobispo, y le pidieron que los casase: «leída la dispensa y hechas las proclamas, los desposó, les dijo la misa y les dió las bendiciones nupciales según el rito de la Iglesia.» (P. Luis Coloma, S. I. de la R. A.¡ «Fray Francisco», pág. 122 y siguientes.) Esto aconteció el 19 de octubre de 1469.

El Marqués de Villena y los grandes que le seguían, enemigos del matrimonio efectuado y del entronizamiento de Isabel la Católica, tramaron el casamiento de Dª Juana la Beltraneja, sobrina de Dª Isabel, de unos ocho años de edad, con el Duque de Berry , hermano de Luis XI de Francia y pretendiente desairado que fué de Dª Isabel de Castilla. Llegó a pedir la mano de la heredera legal del trono castellano una embajada francesa presidida por el Cardenal de Arras, hombre de poco empacho que venía resuelto a saciar su odio contra aragoneses y castellanos. El rey Enrique IV dispensó solemne acogida a la embajada, en el palacio de Medina del Campo, rodeado de su corte. El Cardenal, perfectamente enterado del caso secreto, declaró que el matrimonio de la princesa Dª Isabel con D. Fernando era ilícito y criminal, puesto que la bula de dispensa que se suponía dada por el Papa Pío II era fingida y falsa: por tanto, el matrimonio no era tal matrimonio, sino criminal amancebamiento.

Figuraos, señores, si podéis, el estupor y enorme escándalo que esas palabras produjeron. De publicarse entonces periódicos, el público se hubiera disputado a bastonazos los números, engolosinado por los títulos emocionantes de la noticia, impresos en letras capitales grandes. Los cronistas castellanos ocultaron las palabras del Cardenal y procuraron despistar a la posteridad. «Enrique del Castillo limítase a decir que fueron palabras tales que por su desmesura son más dignas de s¡lencio que de escriptura,» y mosén Diego de Valera, más desenfadado, dice: «El Cardenal explicó su embajada por palabras muy deshonestas, ca era ombre sin vergüenza é osado, é pareciale que la sabiduría en aquello consistia, y entre las otras dosas dixo algunas injurias al principe D. Fernando é á la pincesa Dª Isabel, é al Arzobispo de Toledo, é atacaba de malicia é infidelidad á la gente de España…» {P. Coloma, ibid., pág. 136). Mas si los cronistas falaces callan, al fin los archivos hablan y confunden las mentiras interesadas y los servilismos venales.

El Sr. Clemencin («Elogio de la Reina Católica») levantó una punta del velo; pero no quiso, o no pudo, descorrerlo del todo. El Sr. Sitjes («Enrique IVy la excelente señorá llamada vulgarmente Dª Juana la Beltraneja») ha comentado con mayor franqueza la Bula de Sixto IV (1º de diciembre año 1471), absolutoria de los Reyes Católicos. En su narración de los hechos recuerda la petición de los reyes excomulgados al Papa, en la cual confiesan «que, en otro tiempo, los mismos, no ignorando que se hallaban ligados mutuamente en tercer grado de consanguinidad, contrajeron, por lo demás legítimamente, matrimonio entre sí por palabras de presente, y lo consumaron con cópula carnal seguida de prole. Como los mismos Fernando é Isabel, perdurando este impedimento de consaguinidad, no puedan permanecer en dicho matrimonio así contraído, por no haber obtenido, por otra parte, la dispensa apostólica» etc. El Papa autoriza al Arzobispo de Toledo para absolver de la excomunión a los reyes, «y puesto que la misma Isabel no fué reptada, que los mismos Fernando é Isabel permanezcan sepárados por el tiempo que te parezca, y no obstante el predicho impedimento, puedan contraer matrimonio de nuevo entre sí, y en él, después de contraído, permanecer libre y lícitamente, y declarar es legítima la prole tenida». (Sitjes, loc. cit., páginas 199;201.)

Esta repugnante farsa de la Bula (palabras de Clemencin) derrama torrentes de luz sobre las personas inescrupulosas y la estragada moralidad de la época. Si el rey D. Juan II consiguió que un arzobispo de Toledo le aydase a falsificar la bula de dispensa y que el Obispo de Segovia instruyese un fingido proceso, preliminar necesario del matrimonio, bula por cuya virtud iba a cometerse un pecado mortal enormísimo, ¿a quien maravillará que hijo de D. Juan árbitro de la política italiana entonces se procurase la connivencia o complicidad de altísimos personajes de la Curia romana, para manipular una bula contra fos reyes de Nabarra, príncipes de escaso poder y de pocas riquezas? Sin quererlo, acuden a nuestra memoria los célebres versos del Arcipreste de Hita, poeta de época no ciertamente peor que la de Julio II: «Yo vi en corte de Roma, dó es la santidat, -Que todos al dinero fasen gran homildat.- Gran honor le fasian con gran solemnidat;-Todos á él se homillan como á la majestat.- Si tovieres dineros, habrás consolacion, – Plaser é alegria, del papa rasion, – Comprarás paraiso, ganarás salvacion – Do son muchos dineros, es mucha bendicion.»

Limpios de toda mácula de excomunión, herejía y cisma nuestros desventurados monarcas D. Juan y Dª Catafina, y por tanto sus leales defensores, queda explicado que el Doctor Navarro, sin hipocresía ni cinismo, escribiese las siguientes palabras, rebosantes de entusiasmo: «Me echan en cara ser navarro, hijo de dos palacios cuyos señores permanecieron fieles al rey Juan de Albret… Lo confieso: me complazco de ser navarro y vasco; de pertenecer á esos pueblos, á esos linajes cuya fidelidad á sus soberanos se ha hecho celebre. Los Vascos fueron los últimos á someterse á los Romanos; los últimos tambien en abandonarlos. Asi han sido fieles á Dios y á la Iglesia; hásta el dia no se halla un navarro que haya abandonado la fe que le predicó San Saturnino… lo reputo honor muy grande; los señores de Azpilcueta y de Jaureguiçar, imitando á su caudillo el mariscal de Navarra, perdieron su hacienda por guardar la fe jurada.» ¿Cómo había de ufanarse el Doctor Navarro de su ascendencia, si cualquiera podía taparle la boca replicándole que sus ascendientes fueron fautores de cisma y herejía?

El día que, cumpliéndose, al fin, el convenio de Fuenterrabía, Miguel de Yatsu recibió, en los años 1526 y 1530, mercedes del gran emperador Carlos V, 50 libras cada vez, menguado resarcimiento de los perjuicios y confiscaciones, marca la hora más triste de la casa de Xabier. Es aquella la hora en que, sobre el pan amargo del vencimiento, sin desquite ni restauración posibles, caen algunas gotas, más amarguísimas aún, de aparente vilipendio. Miguel y los suyos habían respondido con exceso a las exigencias del honor. En aquel crepúsculo luctuoso comenzaron a formarse los rayos deslumbradores de la gloria más alta y completa que puede coronar las derruidas almenas de un castillo, nido de las glorias humanas. Hay en esto visible compensación providencial. Así, confundidos de admiración y gratitud, meditemos sobre el profundo pensamiento del insigne jesuita P. Cros: «María de Azpilikueta y Francisco, su último hijo, hubieron de aceptar las consecuencias de actos deliberados y voluntarios delante de Dios, como los aceptaron Miguel de Yatsu, el capitán Juan y el capitán Valentín; su fe vió la mejor recompensa del deber cumplido, y acaso, en los planes de la Providencia, la prosperidad disminuida de la familia fué condición necesaria de la santificación de Francisco.»-HE DICHO.