Muerte lenta en las prisiones

En Vigilar y castigar (1975), Foucault se preguntaba, entre otras cosas, si el encarcelamiento es más humano que la tortura, para ello desmenuzó la evolución y las razones fundamentales del sistema penitenciario y puso en duda el proyecto de encerrar al delincuente para regenerarlo y reinsertarlo en la sociedad. Desde entonces, no parece que el debate haya evolucionado, más bien al contrario, se hace más incómodo a medida que los pocos datos públicos que se conocen sobre nuestras cárceles dan fe de la alarmante degeneración del sistema penitenciario. Por ejemplo, un reciente estudio realizado en Francia por un equipo de psiquiatras, entre junio de 2003 y septiembre de 2004, sobre una muestra de 800 reclusos, revela que el 7% de la población interna es esquizofrénica o sufre psicosis alucinatoria crónica, siete veces más que la población general. El 40% son depresivos, el 33% sufren ansiedad generalizada y el 17% agorafobia. El 38% son toxicómanos y el 33% alcohólicos. Hay un 40% de riesgo de suicidio en los hombres y un 62% en las mujeres. No obstante, a nosotros la obsesión por la seguridad nos aconseja que, consciente o inconscientemente, ignoremos lo que sucede al otro lado de los muros de las prisiones, un recurso necesario para garantizar nuestra ilusión de bienestar.

En los últimos años, en Francia, diversos libros e informes de especialistas intentan reavivar el debate sobre la decadencia del sistema penitenciario. Foucault sostenía que el intelectual debía hablar de la prisión sin hacerlo en su lugar, permitiendo que el discurso de los presos se integrara en el discurso general. Si un libro lo ha conseguido, por la repercusión y el debate que generó en los medios de comunicación franceses, es Odio las mañanas (Llaüt, 2004) de Jean-Marc Rouillan, antiguo militante del MIL (Movimiento Ibérico de Liberación) y del grupo armado francés Action Directe, condenado a perpetuidad por violencia política, principalmente atentados con bombas, atracos a bancos y dos asesinatos. Lleva en prisión casi dieciocho años, de los cuales siete los ha pasado en régimen de aislamiento. Lejos del lamento y de la reivindicación política evidente, Rouillan describe con garra y belleza literaria su cotidianidad carcelaria y la de los presos sometidos a largas condenas. La permanente relación entre el pasado y el presente, la realidad y lo fantasmagórico, el deber de resistencia, la vida de los que desfallecen y se vuelven locos, o de los que se abandonan a la muerte sin fuerzas, lo absurdo del sistema. La literatura es para él una forma de resistencia vital: «Escribo porque todavía no se me ha ocurrido nada mejor para matar definitivamente las mañanas carcelarias. O porque no he tenido valor para hacerlo. Escribo para que esas mañanas sin vida se encarcelen y se hundan en el dolor de las palabras y su frágil arquitectura». Sus palabras nos llegan sinceras y contundentes desde un lugar donde el tiempo, la vida y la muerte, tienen otro sentido; y ponen claramente en evidencia la degradación del sistema penitenciario, la arbitrariedad de las leyes, escritas o no, que rigen las vidas de los internos, y al mismo tiempo, sin explicitarlo, nuestra ignorancia sobre ese mundo.

Su narración podría ilustrar con fragmentos de estremecedora realidad lo que Foucault denunció en sus análisis sobre la prisión. Hace un par de años, el autor me contaba en una entrevista: «En este país que pretende haber renunciado a cortar el cuello a los condenados, la muerte siempre aparece en cursivas. Antes, la pena de muerte sólo afectaba a algunos prisioneros, una decena por decenio como mucho. Hoy centenares de prisioneros mueren sin que a nadie le importe. La duración efectiva de las penas se ha doblado o triplicado en veinte años. Y la liberación por motivos médicos ha desaparecido. La prisión ya no tiene la simple función de castigar individualmente y de intentar educar, se ha transformado en un eliminatorium, donde muere, sin que se sepa, una parte proporcional de la población más desheredada».

Y éste puede ser su caso y el de sus compañeros de AD, todos con un mínimo de 17 años de reclusión cumplidos. La justicia francesa, si bien ha accedido a liberar por motivos médicos a Joëlle Aubron, operada de un tumor canceroso en el cerebro, se niega a hacerlo con Nathalie Ménigon, que tiene problemas psicológicos y está medio paralizada por una embolia, y con Georges Cipriani, que ha enloquecido y necesita tratamiento psiquiátrico. Rouillan está a la espera de que se confirme el cáncer de pulmón que le han diagnosticado. Mientras tanto, se están cumpliendo fatalmente sus propias palabras: «El tiempo carcelario largo es como un pentotal. Pasan los días y las semanas sin que te des cuenta. El tiempo se convierte en dolor, un dolor sordo, como una cicatriz o un miembro amputado, un analgésico que sólo te deja vida para poder observarte mientras mueres».

17.01.2005

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua