China, otro Tibet

Una aclaración para empezar: este reportaje no va del Tíbet, un país ocupado por los chinos desde 1950. los tibetanos que viven en las tierras conocidas con los nombres de Amdo y Kham, en las provincias chinas de Qinghai, Gansu y Sichuan, que se puede decir que pertenecen a un Tíbet geográfico y cultural, pero no político. En estas tierras poco visitadas por el turismo, conocidas por algunos como el Tibet Oriental, vi hace tan sólo unas semanas una manera de vivir casi más tibetana que la del mismo Tíbet.

Las caras oscurecidas por el frío de los tibetanos y su peculiar forma de vestir, con abrigos con mangas dos palmos demasiado largas y botas de piel, llaman la atención en esta meseta a tres mil metros de altitud. Si a esto le añadimos el nomadismo de los pastores de yaks, las casas de estética tibetana y unos imponentes monasterios budistas, no es extraño que llegara a pensar que estaba viajando por otro Tíbet.

El buda gigante de Bingling, esculpido en un acantilado / Xavier Moret

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1. El monasterio de Labrang

Lo primero que me llamó la atención en la ciudad de Xiahe, donde está el monasterio budista de Labrang, fueron el azul intenso del cielo, las montañas nevadas y los numerosos peregrinos tibetanos. Algunos avanzaban haciendo postraciones, estirándose en el suelo boca abajo a cada paso, lo que evidencia que Labrang es uno de los grandes centros del budismo tibetano.

Otra cosa que me sorprendió fue que una de cada dos tiendas fuera de objetos para el culto budista o de ropa para monjes. Había también talleres con artistas que pintaban, con una paciencia infinita y gran devoción por los detalles, tankas y mandalas. En los restaurantes, por otra parte, abundaba la comida tibetano, con ‘momos’ (empanadas) y ‘tsampa’, y en las cafeterías nunca faltaba una estufa encendida con una tetera humeante para combatir el frío.

El monasterio de Labrang, grande como una pequeña ciudad, estaba lleno de monjes con los característicos gorros amarillos de los ‘gelupka’. Pertenecen, de hecho, a la misma secta del Dalai Lama, pero de él no se ven retratos por ninguna parte. Y es que en China se esfuerzan por evitar la politización del budismo tibetano. Quizá por eso las farolas de Xiahe están adornadas con grandes banderas rojas, para que quede claro que, a pesar del ambiente tibetano que nos rodea, estamos en China, una república gigante de unos 1.500 millones de habitantes que cuenta con 56 minorías étnicas, entre ellas los 5,5 millones de tibetanos.

En el monasterio, fundado en 1709, viven actualmente unos tres mil monjes, aunque en los tiempos de la Revolución Cultural lo cerraron y cayó en decadencia. A algunos de los monjes, los más pequeños, los pude ver jugando al fútbol en la calle; los demás me los encontraba en los templos, recitando mantras con voz oscura y haciendo oscilar la parte superior del cuerpo en estado de tránsito. Todo ello hace que flote en Labrang una densa espiritualidad reforzada por la presencia de numerosos peregrinos que hacen girar los grandes molinillos de oración que rodean el monasterio.

Cuando el explorador Joseph Rock visitó Labrang en los años veinte (del siglo pasado), los señores de la guerra musulmanes acababan de asaltar el monasterio y él mismo vio muchas cabezas de tibetanos clavadas en estacas, en una imagen brutal. Hoy, por suerte, reina la paz entre los budistas y los musulmanes que habitan estas tierras altas.

 

2. El buda gigante de Bingling

Otro lugar destacado de la provincia de Gansu es el templo budista de Bingling, situado en unas cuevas excavadas en un acantilado que se alza sesenta metros sobre el río Amarillo. Para llegar, tuve que subir a una barca que navegaba por las aguas de la presa de Liujiaxia. Esta aproximación por agua añadía emoción a la primera visión de las cuevas, que surgen de repente en un ramal del río entre impresionantes columnas de roca.

Entre las muchas estatuas del templo, algunas del siglo V, la que más impresiona es la de un buda de 27 metros de altura, excavado por hombres descolgados con cuerdas de la cima del acantilado. Este gran buda, que hace pensar en los de Bamiyan (destruidos en 2001 por los talibanes), concentra todas las miradas, pero también vale la pena fijarse en las pequeñas estatuas y pinturas que han sobrevivido al paso del tiempo, los terremotos y las invasiones. Eso sí, debo advertir que mi paseo junto al río fue interrumpido por bastantes turistas chinos que se querían hacer una foto conmigo. Es uno de los peajes que los occidentales tenemos que pagar en esta parte de China.

Las cuevas de Bingling, por cierto, están en la misma provincia que las de Mogao, un lugar mítico de la Ruta de la Seda expoliado hace un centenar de años por exploradores europeos como Aurel Stein, un húngaro que trabajaba para los británicos, y Sven Hedin, un sueco al servicio de los alemanes, en una historia vibrante que el inglés Peter Hopkirk narra en ‘Demonios extranjeros en la Ruta de la Seda’ (Laertes).

 

3. Los muertos y los buitres

Los desplazamientos en la provincia de Gansu tienen el aliciente de transcurrir por una meseta de belleza hipnótica, con humedales donde pastan, en una imagen que parece sacada de otros tiempos, grandes rebaños de yaks guiados por pastores tibetanos montados a caballo.

Las banderas budistas de oración, que llenan el paisaje de colores vivos, recuerdan que estamos en una tierra poblada por tibetanos que se esfuerzan para que el viento esparza las oraciones escritas en las banderas. El frío y la nieve, que llegan muy pronto a la meseta, acentúan aún más la semejanza con el Tíbet.

Al final de la monotonía de la estepa aparece como una promesa de confort el pueblo de Taktsang Lhamo (Langmusi en chino), justo en la frontera entre las provincias de Gansu y Sichuan. Estamos a 3.300 metros de altitud y el pueblo tiene la particularidad de contar con dos monasterios tibetanos del siglo XVIII. Entre uno y otro hay varias calles rodeadas de montañas nevadas, con hostales para mochileros y restaurantes tibetanos. En este ambiente tibetano, no es extraño que la frase que más se escucha en el pueblo sea «Tashi delek», un saludo en tibetano.

Uno de los dos monasterios, el de Sertri, destaca por la arquitectura tibetana, pero vale la pena alejarse de los edificios y subir más arriba, hasta la soledad de la montaña donde se hacen los llamados entierros celestiales. En este lugar único, rodeado de montañas nevadas y azotado por un viento que alborota todo un mar de banderas de oración, la religión parece fundirse con la naturaleza.

Taktsang Lhamo, por cierto, es uno de los pocos lugares donde el gobierno chino permite la práctica del budismo tibetano, que consiste en dejar los muertos al aire libre para que se los coman los buitres, en un ritual similar al de los zoroastrianos. Una pila de cuchillos y hachas, huesos humanos esparcidos sobre la hierba y unos cuantos buitres bien alimentados eran, cuando subí, el testigo de que no hacía mucho había habido allí mismo un entierro celestial.

 

4. La sombra del Guru Rinpoche

Un gran arco de estética china da entrada al otro monasterio de Taktsang Lhamo, el de Kirti. Siguiendo el camino marcado por los molinillos de oración, visité los templos y dependencias donde viven unos setecientos monjes. En lo alto, pasado un prado donde descansan los peregrinos, comienza la garganta del río Namo.

En esta estrecha garganta, las inscripciones y pinturas budistas preceden a las cuevas de ermitaños, marcadas con una acumulación de banderas de oración. En una de las cuevas dicen que vivió en el siglo XVIII el Guru Rinpoche, o Padmasambhava, el lama que llevó el budismo al Himalaya. Asegura la leyenda que fue él quien ahuyentó a los tigres que vivían en esta garganta para poder fundar el monasterio. Mientras un monje me lo contaba, recordé que, en Bután, este gurú también es muy venerado, en especial en el bellísimo monasterio del Nido del Tigre, donde dicen que llegó cabalgando un tigre volador.

Entre las banderas, el río, la garganta y las cuevas, da la impresión de que el monasterio nazca de la espectacular naturaleza que le rodea. En este sentido, vale la pena caminar río arriba para ver cómo la garganta se va estrechando, con cuevas a ambos lados. Los peregrinos avanzan con devoción, pero son pocos los que llegan al punto donde la garganta se ensancha y forma un valle secreto donde los pastores encierran los rebaños. A ambos lados del redil, a la sombra de la alta montaña, clavan banderas budistas para proteger a los animales.

 

5. La primera curva del río Amarillo

La región tibetana de Amdo continúa, ya en la provincia de Sichuan, dominada por las estepas infinitas y los grandes rebaños de yaks y de caballos. La belleza salvaje del paisaje no decae; al contrario, diría que se acentúa pasada la ciudad de Tangkor, en la primera curva del río Amarillo.

El Amarillo, de 5.500 kilómetros de largo, es uno de los grandes ríos de Asia, lo que hace que los chinos le llamen el Río Madre de China. En verano acuden en masa a contemplar esta primera curva del río, con unos horizontes que parecen haber salido de una película del Far West, con yaks en vez de vacas y tibetanos haciendo de ‘cowboys’.

Como no podría ser de otro modo, un monasterio domina, desde lo alto de una colina, este gran santuario de la naturaleza envuelto por banderas budistas de oración, con una luz especial que difumina los contornos del paisaje y lo hace como etéreo.

Inmerso en un paisaje como este, no es sorprendente que me dan ganas de recorrerlo caminando, pero me encontré con un problema bastante frecuente en China: que sólo podía ir por los caminos diseñados por el gobierno, con anchas pasarelas de madera, escaleras y barandillas. Algunas siguen el río, mientras que otras suben hasta un mirador desde donde se puede admirar la gran ‘ese’ que dibuja el curso del agua. Para los que no quieran hacer el esfuerzo, el gobierno chino ha construido también unas largas escaleras mecánicas cubiertas que, pagando 60 yuanes (unos 8 euros), te llevan al mirador sin cansarte.

En la tienda del monasterio, los objetos de culto, las banderas de oración, la ropa de monje y las cortinas tibetanas me acabaron de convencer, por si tenía alguna duda, que continuaba en tierra tibetana. «De hecho -me explicó un monjo-, se puede decir que las tierras de alrededor de la parte alta del río Amarillo y de sus afluentes son las que conforman la región tibetana de Amdo».

 

6. Pueblos tibetanos

Es evidente que en un viaje como este no se puede vivir sólo de monasterios. Ni de ciudades donde quizás queda desdibujada la identidad tibetana. Es por ello que también me quise detener en algunos pueblos.

Zhonglu, por ejemplo, es un pueblo de montaña precioso, rodeado de picos nevados, con casas de arquitectura tibetana, altas torres de vigilancia, una vida rural auténtica y agua por todas partes. Y un buen punto de partida para los montañeros.

Caminando por el pueblo, comprobé que la viña y el maíz son las fuentes de riqueza de Zhonglu, pero también que en los últimos tiempos el turismo está llegando con fuerza. Esto explica que se restauren muchas casas siguiendo el modelo tradicional.

A bastantes kilómetros de distancia, en la misma provincia de Sichuan, Zhuokeji es un pueblo muy diferente donde ya hace años que el turismo chino hay desembarcado. Las casas tibetanas y los trajes tradicionales de las mujeres, que llevan una especie de trapos de colores doblados en la cabeza, contribuyen a ello, pero la atracción principal es el castillo que domina el pueblo, una alta fortaleza de piedra y madera donde se exponen objetos que ayudan a entender la historia de los tibetanos de la región, con unos cuantos clanes dominadores y con el budismo como hilo conductor.

 

7.- La larga marcha de Mao

El edificio más grande de Zhuokeji no está dedicado, sin embargo, ni a los tibetanos ni a la historia local. Es un museo de líneas modernas que recuerda la Larga Marcha que Mao Zedong y un ejército de acólitos hicieron en los años 1934 y 1935, huyendo de las tropas de la República de China que los perseguían.

Eran los inicios de la Revolución y las tropas comunistas recorrieron 12.500 kilómetros a lo largo de 370 días, huyendo hacia el norte inhóspito, atravesando montañas y sufriendo frío, cansancio y hambre. Sólo una décima parte de los ochenta mil hombres que participaron en la misma lograron sobrevivir. Es por eso que cuando en 1949 los maoístas llegaron al poder, la Larga Marcha pasó a formar parte de sus mitos fundacionales.

Ante el monumento que recuerda la Larga Marcha, hoy los turistas chinos se hacen selfies en posturas ridículas. Parece que la épica ya queda muy lejos, pero al salir del pueblo de Zhuokeji, para saltar las montañas por un paso a 4.200 metros de altitud, me encontré con una imagen que demuestra que, a pesar del paso del tiempo, la Larga Marcha sigue siendo un referente para las nuevas generaciones. O que al menos algunos quieren que lo sea.

En uno de los tramos del camino, con la nieve cerca, me encontré una escena que al principio me costó creer que fuera real: doscientos escolares chinos, vestidos con uniformes maoístas y con una estrella roja en la gorra, estaban haciendo un pedazo de la Larga Marcha guiados por unos cuantos adultos también uniformados. Caminaban para recordar la épica de unos viejos tiempo que, la verdad, parecen muy lejos de la China actual, donde se practica una extraña mezcla de comunismo y capitalismo.

Un poco más lejos, las montañas de Siguniang [las Cuatro Chicas] se ofrecían como una de las mejores zonas de excursión de China en un entorno paisajístico maravilloso, con unos cuantos picos de más de cinco mil metros. Según una leyenda tibetana, los cuatro picos principales corresponden a cuatro chicas que se escaparon de casa. El frío las sorprendió y se quedaron allí, congeladas para siempre. La nieve que cubre las cimas es, según la leyenda, el pañuelo que llevaban en la cabeza.

 

8. El monasterio de Lhagang

De entre todos los monasterios tibetanos que hay en la provincia de Sichuan, hay uno de especial, el de Lahgang. Está a 3.700 metros de altitud, rodeado de estepa y de montañas donde abundan los yaks y las banderas de oración.

El monasterio budista de Lhagang es diferente, en primer lugar, por su antigüedad, ya que se remonta al siglo VII; en segundo lugar, porque no se incluye en la región de Amdo, sino en la de Kham. Ambas son tibetanas, pero con personalidades diferenciadas.

Según la leyenda, cuando en el año 640 la princesa china Wencheng iba a Lhasa para casarse con un rey tibetano, una estatua de Buda cayó de uno de los carros. Allí mismo se construyó un monumento que acogió una réplica de la estatua. El original, que es la estatua de Buda más venerada en el Tíbet, es el templo Jhokang de Lhasa, pero aún hoy se considera que rezar en el monasterio de Lhagang es como hacerlo en la misma Lhasa. Es una prueba más de la conexión de este Tibet Oriental de China con Tíbet invadido por los chinos en 1950.

La verdad es que, a pesar del frío, estaba muy bien en Tagong, un pueblo tibetano presidido por un monasterio que parece vivir al margen del tiempo e incluso al margen de China; estaba tan bien que me costaba irme. Cuando me decidí, sin embargo, me encontré inmerso, a la salida del pueblo, en un paisaje onírico lleno de banderas de oración, con miles de piedras de río con frases grabadas en tibetano y rocas pintadas con escenas budistas. Todo ello me convenció que me iba demasiado pronto de Tagong. Es más, me hizo dar cuenta que me debería haber quedado un tiempo más en aquella agradable región tibetana que es, de hecho, uno de los secretos mejor guardados de China.

ARA