1640: ¿por qué los Países Bajos y Portugal se independizaron y Catalunya, no?

La centuria de 1600 se despertó con el clarísimo propósito de enterrar definitivamente lo que quedaba de una larga Edad Media que había cubierto Europa durante un milenio. Las monarquías europeas —que se habían empapado de las teorías de Maquiavelo— hacían las últimas maniobras para concentrar todo el poder, político, militar y económico, que durante la larga etapa medieval habían compartido a la fuerza con la nobleza, el clericato y las burguesías mercantiles. La razón de Estado que explica nuestro mundo actual tiene su origen en aquel vendaval monárquico que convertiría las monarquías en la viva representación del Estado. La monarquía hispánica de los Habsburgo no sería una excepción. Y las tensiones que generarían sus políticas autoritarias y despóticas provocarían la primera ruptura del edificio político hispánico. Con la razón de Estado, también, Catalunya, los Países Bajos y Portugal iniciarían sus respectivas revoluciones independentistas.

El imperio de los corruptos

Era el año 1640 y la monarquía hispánica estaba inmersa en su enèsima quiebra. Lo de gastar más de lo que se tiene se había convertido en la divisa de los Habsburgo hispánicos. Y lo de meter mano en el cajón (en el del dinero del rey), en la divisa de la aristocracia cortesana de Madrid. Mientras el oro y la plata americanos inundaron los pasillos del alcázar de la villa y corte, a nadie le convino parar aquel desenfreno. Una fiesta permanente con invitación restringida a las oligarquías latifundistas castellanas: los grandes de España. El sistema fabricaría una cultura (si no era la cultura que había fabricado el sistema) que llevaría al poder a los corruptos más reputados de las clases dirigentes. Para entenderlo, y salvando las obligadas distancias cronológicas, los Lerma, Franqueza u Olivares —por mencionar a algunos— habrían ocupado las portadas de la prensa no cautiva, como en la actualidad lo hacen los escándalos Gürtel, Imelsa o Panamá —por mencionar, también, a algunos.

El mapa de la corrupción

El problema es que en aquella época no había prensa. Ni libre ni cautiva. Pero había unas curiosas redes de informantes infiltradas en los cenáculos cortesanos. Las elites de Barcelona, de Amsterdam o de Lisboa tenían pleno conocimiento del recorrido —en el mapa de la corrupción— que dibujaban los tesoros de los Habsburgo hispánicos: de las minas al cajón del rey y hacia los frentes de guerra. Con un escape, formidablemente cuantioso que, con una compleja arquitectura de la trama, desviaba buena parte del chorro hacia los profundos y oscuros bolsillos de las oligarquías cortesanas. Y fue cuando, precisamente, las minas americanas dijeron basta y cuando, misteriosamente, muchos barcos se perdieron en las inmensas aguas atlánticas que salieron todos los demonios. Algún día se tendrá que explicar la relación entre los piratas y las oligarquías cortesanas de Madrid —porque la complicidad de estas con la facción señorial del bandolerismo catalán ya ha sido explicada.

Las razones flamencas

No hay que hacer un gran esfuerzo por imaginar el horror que debieron sentir las elites mercantiles catalanas, flamencas o portuguesas. Lerma, FranquezaOlivares habían creado y alimentado un agujero negro que engulliría al proyecto hispánico. En los Países Bajos ya habían depuesto al monarca hispánico en 1581, pero la guerra por la independencia duraría seis décadas. Desde el inicio, las elites flamencas lo tuvieron claro. El recurso fácil habría sido buscar la complicidad de la monarquía francesa. Pero siempre desconfiaron de los Borbones y huyeron de los perfumes tóxicos que venían de París como del diablo. La revolución flamenca se sustentaría sobre un poderoso ejército armado por la rica burguesía del país y en la alianza militar y mercantil con Inglaterra. Después de sonadas derrotas y de haber sembrado el país de cadáveres, los hispánicos se marchaban con el consuelo de haber conseguido evitar que los Borbones clavaran las picas junto a los canales de Amsterdam. La historia castellana del perro del hortelano.

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Mapa de las Provincias Unidas de los Países Bajos (finales del siglo XVII) / Fuente: Wikimedia Commons

Las razones portuguesas

Tampoco hace falta mucho esfuerzo para imaginar que las elites catalanas, flamencas o portuguesas, con las oscuras expectativas que auguraba el agujero negro hispánico, hubieran proyectado constituirse en estados independientes. En Portugal no lo dudaron ni un instante. La independencia requería resucitar a la última dinastía nacional. Crear un estado propio coronando a un rey de la casa Braganza. Y en este punto es donde se disipan todas las dudas. Juan de Braganza (el primer monarca curiosa y sospechosamente resucitado) estaba casado con una Olivares hispánica. Los Guzmán —el patronímico verdadero de los Olivares— eran una curiosa tribu inmersa en una carrera desbocada para convertirse en un polo de poder. El Olivares hispánico, un dictador que había puesto al rey a abonar los geranios del jardín, ya rascaba con la punta de sus zarpas el poder más absoluto. Situar a su sobrina en el trono de una nación con un imperio colonial aseguraba su posición y contribuía a culminar la ambición familiar.

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Mapa de Portugal (1560) / Fuente: Archivo de El Nacional

Las razones catalanas

Mientras todo eso sucedía, Catalunya estaba inmersa en una devastadora guerra para consolidar su soberanía. Y decimos soberanía porque en el transcurso del conflicto (1640-1652) se pasó de uno régimen republicano totalmente independiente (1641) a una curiosa y pintoresca fórmula monárquica que convertía al Borbón francés en príncipe de Catalunya. Cambiar a un Habsburgo hispánico por un Borbón francés era lo mismo que salir del fuego para caer en las brasas. Para explicarlo, y a veces para justificarlo, la historiografía catalana ha insistido mucho en las urgencias bélicas. Catalunya, a diferencia de Portugal o de los Países Bajos, no tenía un ejército lo bastante potente para hacer frente a la invasión hispánica. Pero lo cierto es que tras aquel retroceso había una lucha durísima y soterrada en las instituciones catalanas entre el partido de la república y el partido profrancés, que pone luz a la pregunta inicial: ¿por qué Portugal y los Países Bajos, sí, y Catalunya, no?

El mal negocio de los catalanes

La alianza con Francia, esto es con los Borbones franceses, fue un mal negocio para Catalunya que tendría consecuencias más allá de la guerra. Con lo que se ha dicho, queda claro que el perro del hortelano no estaba dispuesto a que el gallo francés le picoteara las lechugas, las coles y las zanahorias. A pesar de su condición carnívora. Y el gallo francés no estaba dispuesto a perder hasta la camisa para sostener la soberanía de un Principat que, según la previsión de París, sería pasto del absolutismo borbónico. Cuando los catalanes le vieron la cresta al Borbón, es decir, las orejas al lobo, ya era tarde. El partido profrancés, con la complicidad interesada de los amos franceses, había desarticulado al partido republicano. Y cuando las autoridades del país fruncieron el ceño ante el perfume de la flor de lis, el Borbón francés se puso como un gallo y ordenó a Mazzarino, su primer ministro, negociar con Madrid un armisticio favorable. Sin los catalanes, por supuesto.

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Mapa de Catalunya (1608) / Fuente: Archivo de El Nacional

El castigo español

Las consecuencias más allá de la guerra serían, al margen del retorno, masticando cristales, al edificio imperial hispánico —con un recorte considerable del autogobierno—, la amputación del país. La historiografía española ha proclamado sobradamente que la pérdida de los condados ultrapirenaicos era el precio a pagar a Francia por la traición catalana. Y no es falso. Pero hay que explicar que Luis XIV y los catalanes se dispensaban un odio mutuo, por las razones explicadas, y que el Borbón, que no quería tratos de ningún tipo, propondría intercambiar el Rosselló y la Cerdanya por unos pequeños dominios Habsburgo del Flandes francoparlante, actualmente franceses. La rotunda negativa hispánica, a pesar del aparente beneficio que representaba, estaría justificada —lo testimonian las fuentes— por el hecho de que en Madrid imperaba una fuerte y resentida ideología punitiva, proyectada hacia Catalunya, que imaginaba y exigía un escarmiento ejemplar: el precio a pagar por el desafío sería la sumisión y la amputación.

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