Nación, Patria y ruido de sables

El debate sobre las reformas de los estatutos ha vuelto a hacer temblar los pilares carpetovetónicos. «Somos una nación» dicen los catalanes por abrumadora mayoría y España se desgarra en protestas; los militares afilan misiles. «La Constitución española se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…» dicen. Nación, Patria… España es la única con derecho a estos títulos, afirman. En realidad, llegaron los últimos.

Porque el godo Fredegario, en el siglo VII, ya habla de Wasconum nationem, y los cronistas citaban a Navarra como tota Vuasconiae patria cuando la nación española no existía ni en agraz. En el siglo VIII hablaban de patris Wasconiam y patria, quae dicitur Wasconia. En el siglo X, el rey de Pamplona Sancho Garcés se nombra «domnum et gubernatorem de patria et defensorem populi». Los vascos ya tenían Nación, Patria, y hasta Matria, mucho antes de que inventaran España.

Títulos como Nación vizcaína y nación bascongada, abundan en la literatura clásica castellana, refiriéndose a todos los vascos. La Diputación del Reino de Navarra lo emplea repetidamente: en una carta de sólo dos pliegos, enviada por la Diputación al Rey en 1672, dándole cuenta de las «guerras de nación» en el Perú, cita hasta seis veces a la «Nación Bascongada», siempre refiriéndose a «sus hijos, y naturales, y los de las Nobilísimas Señorío de Vizcaya, y Provincias de Guipúzcoa y Alaba». También aparecen en las «guerras de nación» de la Universidad de Salamanca. En el mismo siglo, el conde de Peñaflorida escribe sobre el «estado de la nación bascongada» y en 1769 aparece en Pamplona el libro Origen de la Nación Bascongada y de su lengua, de Juan de Perochegui, vecino de Gares-Puente la Reina.

Fue Zamacola el primero que en 1818 empleó la expresión «nación vasca» haciéndolo en plural en su Historia de las naciones bascas de una y otra parte del Pirineo septentrional. En el siglo XIX el prusiano Humboldt o el francés Víctor Hugo citan repetidamente a la «nación vasca» y el navarro Espoz y Mina en sus Memorias nos recuerda que «los guipuzcoanos, vizcainos y alaveses, en el interés de derechos y nacionalidad, siempre han marchado unidos con los navarros». Documentación, a mansalva.

Promediaba el siglo XVIII cuando comienzan a aplicar a los Estados el término Nación. Cadalso habla ya de «nación española», expresión tardana, excluyente y agresiva con las viejas denominaciones. A partir del siglo XIX el centralismo liberal se va apropiando del de Patria. Y la apellidan «grande», aunque Séneca ya advirtiera que ninguno ama a su patria por ser grande sino por ser suya. Y también la apellidaron «común» porque no podían desterrar los antiguos patriotismos. El huracán centralista hizo que muchos políticos intentaran armonizar la «patria grande» con la propia, en un vano intento de salvar ésta apaciguando los abusos de aquélla. España, decían, es la patria común de andaluces y vascos… pero lo era también de cubanos, filipinos, venezolanos y demás ultramarinos. Por eso nuestros escritores románticos no cedieron a tanta mezcolanza: Iturralde y Suit abogaba por que Amaya o los vascos del siglo VIII fuera «el libro de la Patria»; Olóriz fue llamado «poeta de la Patria» y para Navarro Villoslada los Pirineos son «la patria de los vascos». En la dedicatoria de la estatua que este último tiene en Iruña, frente a los Tres Reyes se lee un escueto: «A Navarro Villoslada: su Patria». Deberían borrarlo, por inconstitucional.

Este siglo XIX verá una lucha despiadada entre las viejas naciones peninsulares y el centro. El nacionalismo catalán o vasco no son más que la respuesta de las viejas y precisas denominaciones de origen, frente al oprobio de la nueva patente. Y como a la fuerza ahorcan, Madrid robó la marca. Un siglo de nación española constitucional se impuso a los doce siglos del Wasconum nationem.

La restauración borbónica y las dos dictaduras siguientes se esforzaron en medrar la patria «común» y menguar las «chiquitas», consiguiendo el efecto contrario, porque no hay patrias chicas y, como las madres, no se miden por el tamaño. «Si pequeña es la Patria, uno grande la sueña», escribía Rubén Darío. Arturo Campión se pegó media vida intentando armonizar las dos querencias, hasta que, descorazonado, en 1896 escribía a Azkue: «Para mí España es un estado; la patria está aquí». Esto es, donde siempre había estado.

Por eso, las rabietas españolistas frente a la palabra Nación o Patria resultan patéticas si se miran con los espejuelos de la Historia. Eso sí, acompañadas con el tintineo de los sables, estremecen. Ya conocemos el pilar de sus argumentos. Al menos, los godos, que también nos aplicaban, a su modo, el artículo 8º de la Constitución, nunca dudaron en llamarnos Nación. Ahora, ni el nombre nos dejan.