Labios como espadas

General Félix Sanz Roldán, jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD): «La unidad de España es una preocupación para los militares porque desde que ingresamos en la Academia vivimos por y para España». «Existe entre los militares un gran interés para que esta España secular, que tanta gloria e historia ha acumulado, siga siendo patria común e indivisible de todos los españoles». (3-10-2005).

José Sierra Tabuenca, comandante militar de Navarra, critica a «los indocumentados que quieren tergiversar la historia atacando la unidad de España». «El Arma de Infantería del Ejército hace culto del deber, anhela la grandeza, nobleza y fortaleza de nuestro pueblo, sueña con una patria querida y honrada aún a costa de la entrega de la vida, en suma, es un cúmulo de consagración de amor y vida que amalgama la indisoluble unión de los ejércitos». (8-12-2005).

Teniente general José Mena Aguado, Jefe de la Fuerza Terrestre: «Afortunadamente, la Constitución marca una serie de límites infranqueables para cualquier Estatuto de Autonomía. De ahí mi mensaje de tranquilidad. Pero, si esos límites fuese traspasado, lo cual en estos momentos afortunadamente parecer impensable, sería de aplicación el artículo 8º de la Constitución: ‘Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad y el ordenamiento constitucional'». (5-1-2006).

¿Habrá más pronunciamientos de ésta índole en las próximas semanas? ¿Existe una connivencia estratégica entre estos sectores del ejército español, ciertos medios de comunicación y el Partido Popular? ¿Qué sabe la fundación FAES, que dirige José María Aznar, de todo este asunto?

Subrayan analistas y observadores diversos, tras el discurso de Mena Aguado, que «el problema militar» que parecía olvidado desde hace más de dos décadas vuelve a ocupar un lugar destacado en el escenario de la actualidad. Discrepo del tiempo de tranquilidad que apuntan. Es evidente que la presión de los sectores militares ha sido permanente desde la desaparición del dictador Franco Bahamonde. Con diferentes niveles de actuación, desde el golpe de Milans del Bosch, Armada y Tejero, pasando por operaciones galaxias varias e intentonas de personajes como el general Ynestrillas, hasta la continua vigilancia que han ejercido posteriormente sobre el poder civil, conscientes de que en el actual esquema europeo es impensable una toma del poder por los militares.

Y lo que es más importante, en la propia elaboración de la constitución monárquica de 1978 se producen cesiones importantes y decisivas para tranquilizar al estamento militar. Las dos más destacadas son el artículo 2º que proclama «la indisoluble unidad de la nación española» y, precisamente, el 8º, que pretende aplicar Mena Aguado si los catalanes se desmandan. Y lo que conviene decir alto y claro es que el mensaje implícito en el discurso del teniente general se refiere a que en caso de ser aprobado un Estatut que el Ejercito considere inaceptable se enviarían fuerzas militares a Catalunya con el fin de impedir su aplicación, con la consiguiente toma del palacio de la Generalitat y la detención de su presidente y equipo de gobierno. Otra concreción de una intervención militar en virtud de ese artículo 8 es absurda.

Por lo tanto nos encontramos ante una pugna de soberanías en la que el debate se centra en si el poder soberano reside en la ciudadanía representada mediante el voto popular en los parlamentos (el español y los autonómicos) o si, por el contrario, existen estamentos ajenos a esa soberanía, como puede ser el ejército (o la iglesia católica romana en su caso) que son anteriores al ordenamiento constitucional y pueden ejercer de salvaguarda de no se qué valores fundamentales por medio de la fuerza. Cualquier constitucionalista de fuste nos diría que la mención que se hace en el famoso artículo octavo a la integridad territorial se refiere evidentemente a un posible ataque exterior. Ahí es donde juega su propio papel el ejército, más allá de que uno considere que la propia existencia de los ejércitos, de todos y cada uno de ellos, es el mejor ejemplo del atraso cultural y democrático que soporta el planeta.

Como decíamos, no se trata de que las fuerzas armadas tengan un papel de garante de la integridad territorial ante una reivindicación autodeterminista de una parte del mal llamado «territorio nacional». Esas disputas deben siempre resolverse en el marco de las instituciones y sobre las mismas el ejército no puede tener opinión alguna como tal institución. Otra cosa es que un militar, en su casa o mediante el voto, exprese sus opiniones al respecto.

Pero el problema que generan pronunciamientos solemnes como el realizado por el teniente general José Mena Aguado reside en la propia existencia del artículo octavo. Un texto que fue negociado, vuelvo a recordarlo, bajo la presión del propio ejército en 1979 y que carece del mínimo democrático para ser incluido en un texto constitucional que se precie. Un diario tan poco sospechoso de radical como el británico «Financial Times» ha abogado claramente por la derogación de ese artículo, entendiendo que el citado texto puede dar pie a una intervención golpista. Es cierto que otros artículos de la constitución española indican la prevalencia del Gobierno y las Cortes a la hora de hacer uso de las Fuerzas Armadas en el hipotético caso de ser aplicado el artículo octavo. Se dice que el Ejército no puede pensar y actuar por sí mismo tras evaluar la situación de emergencia y decidir la intervención, sino que debe hacerlo, en todo caso, bajo las órdenes del Gobierno. Sin embargo, todo el mundo sabe que en un Estado con tal historia de golpes militares, intervenciones, pronunciamientos y guerras, la mera existencia del citado texto es una bomba de relojería ante cualquier situación excepcional, como lo puede ser también la apertura de un proceso de paz en Euskal Herria.

La rápida reacción del Gobierno Zapatero ha impedido, por el momento, que la mancha de aceite golpista se extienda más allá de un rosario de cartas en los diarios ultraderechistas de Madrid, firmadas en su gran mayoría por militares en la reserva. Es muy probable que altos jefes militares secunden en silencio las palabras de Mena y que las ganas de influir en política por parte de un amplio segmento de la casta militar sean reales. En la llamada transición no se dio la mínima depuración correspondiente a un cambio de régimen, sino que las Fuerzas Armadas pasaron de la dictadura a la democracia (al igual que la Policía y la Guardia Civil) como se pasa de un sábado a un domingo. El esqueleto más importante del sistema franquista no tuvo que pagar ningún precio por los 40 años de opresión y los miles de muertos a sus espaldas. Ahí está la razón de que treinta años después de la muerte del dictador debamos seguir tratando de estos temas y soportando pronunciamientos de neto carácter antidemocrático.

Habrá pues que estar atentos al curso de los acontecimientos, sabedores de que tan sólo un cambio profundo en las estructuras del propio Estado podría evitar más sustos de este tipo. La tantas veces considerada «ejemplar transición» no fue sino una partida de póquer en la que quienes habían transitado con comodidad por la dictadura se guardaban todos los ases de la partida, lo que explica como acabo la misma. Ni se resolvió la realidad plurinacional del Estado, ni se colocó a la iglesia católica en su lugar, ni se depuraron las responsabilidades contraídas por los franquistas, ni se rehabilitó a los perdedores de la guerra, ni se avanzó en un modelo social más justo. Treinta años después, que se dice pronto, lo seguimos pagando.

* Joxerra Bustillo Kastrexana, periodista