Orígenes

Pertenezco a un lugar y, con los años, la sensación se hace más agobiante. Las ganas de viajar a la otros puntos del planeta se van atrofiando, los límites de la casa se hacen más seductores y hasta la contemplación del itinerario del humo de la chimenea o la intensidad del olor a salitre se hacen necesarios para comenzar cada jornada. Necesito pertenecer a una comunidad y que ella me reconozca, aunque ésta se encuentre limitada por sensaciones sencillas. La pompa me provoca repulsión.

Mis vuelos se cierran más y más entre los bordes de la imaginación, espoleada a menudo por la lectura de autores descriptivos. Gracias a Steinbeck y en compañía de su perro Charly recorrí las zonas interiores de EEUU, con Juirj Rytcheau alcancé los confines orientales de Rusia y de la mano de Paulina Chiziane descendí a los infiernos en Mozambique. En todos los lugares encontré mezquindades y generosidades, en todos y en cada uno de ellos descifré los extremos de la naturaleza humana, capaz de lo mejor y de lo peor. Y en casa, en mi caserón viejo, espacioso y sentidamente abandonado, descubrí también muchas de esas miserias y satisfacciones internacionales.

Mi lugar, lleno de piedras, montes, ríos, gargantas, carreteras y colores no es muy distinto al de otras latitudes. Pero, como en otras áreas, tiene tantas expresiones especiales que lo concibo único. Hace poco, el arqueólogo Xabier Peñalver se ha encargado de aportar nuevas excelencias que acompañan a la frase anterior a través de un libro que lleva, precisamente, el título de este artículo. Se asentaron los grupos humanos, nos hicimos sedentarios y encorvamos las espaldas. Los orígenes de nuestros barrios se pierden en los círculos vacíos que describió Oteiza, en las tumbas hacia el sol y en las cuevas salpicadas del contorno de ciervos ahumados por la madera quemada.

Este lugar es el de nuestra generación, por supuesto, pero también el de otras muchas cuyo testigo lo portamos hasta que nuestros hijos y nuestros nietos lo recojan y así hasta el fin de los tiempos. Con esta responsabilidad descubro mi país apasionadamente y así, las piedras se tiñen de acontecimientos y los vientos transportan crónicas desconocidas. No hay trucos para abrirlos: únicamente hay que estar atentos para percibir la inmensidad de lo que nos rodea.

Hace tiempo que destapé ese cofre. Cada vez que abandono mi habitación y recorro cualquiera de los rincones cercanos todo se convierte en un coro de voces que, a veces, incluso, me aturde. Hace poco me emocioné subiendo las escaleras de Itzea, palpando esa calavera de hipopótamo que Hemingway regaló a Pío Baroja. Sentí una gran congoja cuando descubrí los restos de la metralla de un avión de la Legión Cóndor en una columna de la plaza Sebero Altube de Gernika y lloré la juventud perdida de Txabi Etxebarrieta al cruzar por Benta Haundi, camino de Bidania. Una vez a la semana atravieso las faldas de Erreniega a 120 kilómetros por hora y jamás en los últimos años he dejado de pensar en los miles de navarros que murieron en aquella histórica batalla, muchos sin llegar a lo que hoy llamamos mayoría de edad, y cuyos restos reposan bajo el asfalto de la autopista. Pasé mis dedos temblorosos por las hojas centenarias del Gero de Axular, guardado casi clandestinamente y entre algodones en una casa particular al igual que lo hice por los agujeros de ballesta de esa puerta del castillo de Amaiur salvada y recogida por un anónimo paisano cuyo corazón flojea cada vez que recuerda su significado y el valor de aquellos defensores entre los que se encontraban los Jaso, este año de aniversario.

No se si la edad agudiza, si con ella los detalles se magnifican. No sé si de trata de una extravagancia genética o de una locura pasajera. Porque tengo la sensación de que este mundo de vivos lo comparto con los muertos, con esas cien generaciones que me separan desde la época estudiada por Peñalver. Y si antes eran Baroja, Axular, Arana, Matalaz u otros personajes los que me saludaban desde sus escondites de claroscuro, ahora las calles y los montes se han convertido en un clamor permanente. No solo de ilustres, sino también de esos que jamás tuvieron reconocimiento. Salgo de casa, en Donostia, para escuchar el estruendo de las monjas del Convento huyendo de las tropas del mariscal Berwick, cuando una se queda rezagada, apenas tiene 13 años. Los soldados, que han necesitado cien días para cruzar el Bidasoa, la violan. Está muerta cuando uno la decapita con su sable. Aún no he cruzado a la acera opuesta, entrada del Koldo Mitxelena, y ya percibo el lamento de los trabajadores portugueses que murieron en la construcción de uno de nuestros iconos culturales. Vuelvo la vista a la izquierda para observar a Joseba Barandiaran desangrado bajo la barricada en aquel verano en el que rompieron los sanfermines. A la derecha Joxemari Zuaznabar, desmochado por un cáncer traicionero, ultima la chozna antinuclear. Doy unos pasos hasta el kiosco de la música, donde tocaba Ricardo Urondo, que murió en el exilio de México sumido en pesadillas horribles en las que se le aparecían su hijo Paquito, muerto en el frente de Albertia, y su madre, Dominica Artola, fusilada por el fascio.

En fin, tengo la certeza que pronto integraremos esa pléyade de referencias y que, en vida o en recuerdo, serviremos para que otros sigan perteneciendo a este lugar. A nuestro lugar. Y sigo el itinerario de mi ciudad y de mi pueblo rodeado de voces que me hablan desde aquellos, sin embargo, cercanos orígenes.