Archivos orales: En primera persona

Durante siglos, el relato histórico fue un relato eminentemente escrito. Pero, desde hace unos años, la oralidad está retomando un protagonismo que ya tuvo en algún momento de la antiguedad. Y con esta recuperación de los testimonios hablados por parte de archivos, museos e instituciones se ha empezado a construir, a partir de la memoria de ciudadanos anónimos, una nueva historia

Eric Havelock dejó un título memorable para un libro imprescindible: La musa aprende a escribir (Paidós, 1996). En él, de forma más elocuente que otros historiadores, puso de manifiesto cómo el pasaje gradual hacia la escritura, entre los griegos, fue visto, en una primera aproximación, como una intrusión del texto en una situación oral. Y esta intrusión, como también supieron ver, entre tantos otros, Sócrates o Platón, era, al mismo tiempo, una pérdida. Sobre todo porque, sean cuales sean las leyes de una lengua hablada, se puede apostar en firme, sostiene Havelock, que el sistema de escritura, cuando la lengua se ponga por escrito, no dará cuenta de la oralidad más que de forma completamente aproximativa.

Los recelos ante la palabra escrita, que marcan el período de la ilustración griega, serán, sin embargo, rápidamente superados. Y, por eso, a partir de entonces, la cultura occidental será, en primera instancia y de forma hegemónica, una cultura escrita. O por decirlo de forma más precisa: una cultura que privilegie la escritura por encima de la oralidad.

La oralidad, así, será el origen casi mítico, el punto de partida abandonado, el residuo, lo indomable. Hasta cierto punto, lo precultural y lo prehistórico pues, a partir del siglo V a.C., la escritura definirá la cultura y, por supuesto, la historia. Habrá que esperar veinticinco siglos para devolver a la oralidad el estatuto de dignidad cultural que tuvo antes de la aparición de la escritura. Mucho tiempo, en  definitiva, para recuperar el prestigio de la voz.

Ahora, en la época de la fiebre de archivo, por decirlo con la expresión de Derrida, que caracteriza el furor y el frenesí documental de nuestro tiempo, obsesionado por la memoria y el recuerdo, se vuelve a la oralidad como una fuente para preservar algo del tiempo que se desvanece en el pasado.

La Unesco instituyó en el 2003 la noción, casi paradójica, de patrimonio inmaterial, para referirse, sobre todo, a cierta riqueza oral de algunas comunidades, que debía preservarse con tanto esfuerzo como otros patrimonios materiales, de naturaleza monumental. Así lo hizo con la plaza Yamaa el Fna de Marrakech. Y así han proliferado, en todo el mundo, los archivos orales: para preservar la voz, esa  oralidad más frágil que el texto escrito, tal vez el eslabón más vulnerable de nuestra memoria.

 

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