La persecución de la brujería

EN los albores del nuevo siglo nuestras antepasadas tuvieron que enfrentarse a numerosas dificultades: las consecuencias de una dura conquista, la crisis de subsistencia que asoló toda Europa o el asfixiante control moral al que tuvieron que someter su comportamiento, son sólo algunos ejemplos. Como hijas, hermanas, esposas, madres y viudas de los combatientes de ambos bandos, fueron ellas las que en ausencia de los varones se encargaron de sacar adelante la casa y hacienda que éstos dejaban tras de sí. Por si esto fuera poco, por todo el continente europeo se extendió una nueva corriente ideológica que veía en el sometimiento de las mujeres al varón y la limitación de su actividad a la esfera privada una de las claves fundamentales para el buen funcionamiento del nuevo Estado moderno. Este Estado moderno, cuyos cimientos se sustentaban en el orden social y la moral cristiana, consideraba imprescindible controlar tanto los comportamientos públicos como los privados. Las mujeres conocieron muy de cerca el látigo de esta corriente disciplinadora. Desde el castigo jurídico y la marginación social para todas aquellas pecadoras que rompieran con el ideal de castidad trazado para ellas, pasando por la irrupción masculina en oficios que tradicionalmente habían pertenecido a las mujeres, hasta el caso que nos ocupa hoy y que aúna las dos anteriores: la persecución de la brujería.

Y es que, como tan acertadamente nos recuerda hoy Joseba, el fenómeno de la caza de brujas tuvo como principal objetivo a las mujeres. Concretamente el triste acontecimiento que hoy recordamos pertenece a la primera de las cuatro oleadas de persecución de la brujería que padeció Navarra: 1525, 1530-1570, 1575-1595 y 1609-1612 (Usunáriz, J. M. en Akelarre: la historia de la brujería en el Pirineo (siglos XIV-XVIII), Eusko Ikaskuntza, 2012). Una persecución que tiene a mi entender varias claves. Sin duda, Joseba nos habla de una de ellas; la represión política. Pero tampoco debemos olvidar el afán de las autoridades por disciplinar el comportamiento de aquellas mujeres que se atrevieron a romper los códigos de comportamiento. Este es de hecho el tópico que ha quedado en el imaginario colectivo; el de una mujer sola, anciana, que con sus pócimas controlaba la voluntad de los hombres. Entre las encausadas, no por casualidad, abundaron las viudas. Precisamente el estado femenino que más preocupó a los moralistas, pues en ellas se aunaban los dos principales peligros de la feminidad: la ausencia de un varón que controlase su naturaleza pasional y la experiencia sexual. Además, la necesidad hizo que muchas se negaran a abandonar una esfera, la pública, que les había sido vedada para ganarse el pan ejerciendo oficios como el de partera o sanadora. La incipiente profesión médica no dudó en emplear la acusación de brujería para deshacerse de la competencia.

Tal vez pueden parecernos hechos muy lejanos en el tiempo, producto de mentes supersticiosas. Ese sería el error, limitarnos a situar la caza de brujas dentro de un contexto en el que las mujeres fueron víctimas aleatorias de una época muy distinta a la nuestra. Al fin y al cabo, ¿acaso no sobrevivieron a la hoguera buena parte de los prejuicios que todavía hoy seguimos adjudicando al sexo femenino?


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